Escasea. Adquirirlo –y mantenerlo– no es fácil. Cuando se apodera de las palabras, las vivifica y su luz es otra. Puede que no contribuya a cambiar nada, pero todo lo mejora. Hace como más llevadero el pan duro o la aurora que hoy no se adivina. De su mano, las argumentaciones, aparentemente ligeras, penetran a mayor profundidad y se muestran persuasivas y convincentes. Con él, la vida, en ocasiones, desatenta, se hace más amable y el peso de los años o la juventud de los dolores, más llevaderos. Se da sin exigir nada a cambio. Resulta de balde. Lo echamos, recientemente, en falta… Los grandes discursos nacieron, en ocasiones, de quienes lo usaron con maestría, como el Chaplin metido a dictador imposible por redentor… Es el que tanto hiere a quienes tanto hieren… Duele a quienes no lo conocieron y, por no conocerlo, lo suplantaron por la miseria y, no contentos, se obstinaron luego en contagiárnosla. Nace en el rostro de la madre y en el de quien se echa su última siesta con una conciencia sin ecos ni remordimientos…
Frecuentemente es signo de bondad. Y de inteligencia cuando en carnavales atemporales, se disfraza de ironía… Endulza. Aseda. Puede que, incluso, en una de sus irrupciones, desarme a inminentes suicidas. Favorece la reconciliación y expulsa, de tantos, ese odio acumulado, como pus de heridas mal curadas. Nada exige. Ni aún hoy, cuando, sumisos ante lo que acontece, le damos de lado y lo arrinconamos en cualquier rincón de la conciencia… El humor es eso, y puede que mucho más. Las dos cartas seleccionadas hoy, verdaderamente extraordinarias, lo tienen como condimento, total o parcialmente… En una pervive a lo largo de todo el texto y, en la otra, lo cierra con una enorme belleza literaria…