Cuando de camino a Miami sobrevuelas las Bermudas es inevitable recordar el famoso libro "El Triángulo de las Bermudas" de Charles Berlitz (1974). La obra trataba de las misteriosas desapariciones de muchos barcos y aviones ocurridos en esa zona geográfica caribeña delimitada por las Bermudas, Puerto Rico y los Cayos del sur de Miami. Solo desde los años cincuenta del pasado siglo se contabilizaron las "evaporaciones", en inquietantes y misteriosas circunstancias, de más de 50 barcos y veinte aviones. Pero por suerte, esta vez, nuestro vuelo no desapareció. Llegamos.
Para un menorquín La Florida está siempre en el recuerdo por los avatares que sufrieron otros menorquines del pasado siglo XVIII que, bajo los auspicios del Padre Camps, emigraron desde el puerto de Mahón a esas costas americanas hasta llegar a San Agustine (1777). En Monte Toro existe un monolito que recuerda aquel viaje. Con el paso de los años la relación la continuaron los fabricantes menorquines que han venido comerciando con la ciudad de San Agustín sirviendo gran cantidad de abrecartas de época, panoplias con escudos de armas españolas, imitaciones de armas antiguas, etc. "Souvenirs" para los turistas del "Spanish Heritage" de, precisa y curiosamente, fabricación menorquina.
Hace ya 500 años que Ponce de León descubrió La Florida (1513). La denominó así por la frescura de su vegetación y por haber desembarco en aquella tierra el día de Pascua de Resurrección (o Pascua Florida). Desde entonces la bandera española ondeó 308 años (actualmente la bandera americana lleva 257). La huella española sigue muy fuerte en esta zona de Estados Unidos.
En Miami el 70% de la población es de habla hispana (la "lengua propia" de la zona era la de los indios seminolas, pero desapareció igual que aquí en nuestra isla desaparece ya nuestro ancestral "menorquín" después de la anexión catalanista propiciada por un "Estatut" no votado por el pueblo balear). La población principal de Miami es una paleta de colores que incluye toda la gama de blancos, morenos, mulatos, mestizos y negros. El centro de la ciudad (Downtown) es una concentración de maravillosos rascacielos que conviven perfectamente con el medio subtropical. La técnica y el cemento unidos a la vegetación más exuberante. Una maravilla.
La cocina mezcla recetas (picantes) tropicales, caribeñas y españolas (en muchos sitios ofrecen paella, sangría, calamares fritos, etc). Una noche cenamos en un restaurante llamado "My name is Dolores, but you can call me Lola" ("Me llamo Dolores pero puedes llamarme Lola"). Cada zona de Miami tiene su propia personalidad. En Coral Gables, zona mayoritariamente sofisticada, existe la "Minorcan Avenue". La calle 8 (8th Street) es la espina dorsal de Little Havanna donde aún vive buena parte del exilio cubano. Allí cenamos en el "Versailles" que sigue respirando el ambiente de conspiración perpetua contra Fidel que caracterizó a este establecimiento durante décadas. Dicen que desde ahí convencieron a los americanos para que se llevara a cabo el desembarco en la Pigs Bay (Bahía de los Cochinos). El Alcalde de Miami es cubano. En Little Havanna se ven carteles de "Se enseña inglés" y certifico que hay establecimientos donde se lee "Hablamos inglés". Muchas chicas son copias de Gloria Stefan. Mucha Salsa y mucha insinuación. Calor y pasión.
Miami es una ciudad eminentemente turística especialmente conocida por su famosa Miami Beach. Pasear por su Ocean Drive y su distrito Art Déco es recordar muchas cintas del cine americano (hace 13 años me encontré aquí a Steven Seagal rodando una película de acción). El calor de esta ciudad propició la invención del aire acondicionado y de las cremas solares. Miami es la cuna del Burger King. Aquí enloquecen con los Heat. Lebron James es su Messi particular. La bebida es el mojito. Recuerdos de Hemingway. Me tomo varios y recuerdo a la guapa alcaldesa de Mahón en sus meritorios intentos por vender aquí a los cruceros lo que ya no es ni suyo ni nuestro: el Puerto de Mahón.
Miami te da sorpresas constantes. En un salón de nuestro hotel donde los dos días anteriores se había celebrado una convención de teólogos católicos americanos, el pasado sábado se concelebró una sesión religiosa de grupos de color que impactaron a quienes nos acercamos al reclamo de la música que se oía. Nunca he visto nada más auténtico. La excitación de los predicadores ante una audiencia enfervorizada era contagiosa. Dos mujeres entraron en trance a unos pasos de donde yo estaba. Las bajaron al suelo y las abanicaron mientras se seguían contorsionando como posesas. La audiencia estaba sobreexcitada. Los gritos de "Hallelujah, Hallelujah" eran ensordecedores. La música te envolvía. A mi lado una mole masculina de más de dos metros se giró hacia la pared lanzando apoteósicos "Thank you, Lord" (pensé que en cualquier momento aparecería el James Brown de la película "Blues Brothers"). Una experiencia única. Y gratis. "Thank you, Lord".