Un verdadero enjambre de radares por las carreteras que se chivan si nos pasamos del límite de velocidad. Cámaras que te graban cuando paseas por las calles de lo que crees tu ciudad.
Teléfonos que mantienen grabadas y archivadas por si alguien las solicita nuestras conversaciones íntimas, veniales, banales o vulgares de pura inocencia. Ordenadores que le atizan una gleva en una tecla y aparece en la pantalla hasta el día que nos fuimos la pata abajo por una maldita puta ostra contaminada.
A todo este atropello se le busca una eufemística explicación, diciendo que es para salvaguardar nuestra seguridad. ¡No fotis! Si nunca estuvimos más inseguros, más asfixiados, más controlados. Nunca tuvimos menos intimidad, incluso entre los propios jefes de Estado, que les ha dado por espiarse entre sí. Dios sabe hasta qué procelosas intimidades.
La conclusión de tanto querer saber la vida y milagros ajenos, nos está dejando la confianza en el prójimo hecha unos zorros. Estamos en el camino de dejarles a nuestros nietos, un mundo miserable y mezquino, donde incluso sospechamos de nuestra propia sombra.