La moderación se ha adueñado de los quioscos de prensa, ¿lo habéis notado?, sobre todo de las revistas supuestamente femeninas. Por supuesto, no hablo de las revistas del corazón, que hacen el tradicional despliegue de glamour patrio y ajeno; ni de las de moda, peinados y belleza, que nos van a volver locas a todas un día con tanto consejo contradictorio… Hablo de las que no están especializadas en nada en particular y van de cómplices de la mujer, de amiguitas de confianza.
Si echáis un vistazo a los especiales navideños de este tipo de revistas, las recetas apetitosas se alternan con las dietas desintoxicantes de la manera más absurda. Pero, ¿en qué quedamos? ¿Nos hartamos de comer suculentas piernas de cordero o nos pasamos las navidades trasegando calditos hipocalóricos? ¿La típica receta de besugo al horno con patatas nuevas sólo debería servir para lucir nuestra habilidad como cocineras, o nosotras también podemos disfrutar de ella? Según se lee entre líneas, parece que deberíamos conformarnos con mordisquear las raspas.Entre tanta llamada a la moderación y al sentido común durante las próximas fiestas, quiero hacer una invitación a la rebeldía y al desenfreno. Yo personalmente tengo unos propósitos navideños nefastos. No es que tenga pensado ponerme como las tres gracias de Rubens, pero tampoco privarme de nada que me apetezca… ¡y pueda permitirme, claro está!
Como el tiempo que se dedica a los niños, es más importante la calidad que la cantidad. Y no hace falta gastarse un dineral para ello. La calidad es comprar fruta y verdura locales, a ser posible ecológicas y de temporada, en cualquier cooperativa agrícola de las muchas que han surgido últimamente. Ya sé que ni la fruta ni la verdura son manjares tradicionalmente navideños, pero cocinadas con gusto pueden sustituir dignamente a cualquier fruslería de importación. Mejor una parrillada de verduras con salsa casera o una macedonia enriquecida con frutos secos que esos sucedáneos de angulas cuyo listado de ingredientes contiene más conservantes que materia prima.
Mejor encargar una porcella en una tienda de comida preparada o un cabrito a algún payés que se preste que comprar pescado del Atlántico, carísimo y traído hasta nuestra isla quién sabe en qué condiciones. Si a nosotros nos cuesta tanto viajar porque las comunicaciones con la Península son pésimas -por no hablar del servicio de Correos, a pesar de la amabilidad y paciencia de sus empleados-, sobre todo en invierno, ¿por qué las mercancías van a ser diferentes? ¿Es que ellas no sufren los retrasos y la escasez de horarios disponibles que nos aquejan? La lógica más elemental dice que si algún producto de alimentación llega a nuestras manos en buenas condiciones es porque está atiborrado de conservantes, o bien ha realizado el trayecto congelado.
En cuanto a los postres y dulces en general, deberíamos recuperar recetas antiguas y sabrosas con las que «valga la pena» engordar; aprovechar los numerosos mercadillos artesanales programados para comprar productos de aquí, aunque sean un pelín más caros, pues son de excelente calidad. Y así, de paso, contribuiríamos a incentivar la maltrecha economía insular, que apenas da signos de recuperación.
Como veis, me propongo lo peor: dar largos paseos por el campo para hacer la digestión, leer sin mesura, quedar con los amigos, ver películas sin moderación, visitar a la familia, asistir a algún espectáculo musical o teatral, achuchar a mis hijos sin piedad… Y todo ello sin olvidar a los más desfavorecidos, a los que es muy fácil hacer llegar donativos en forma de dinero, tiempo o contribución a alguno de los bancos de alimentos que hay distribuidos por toda la isla.
Hablar por los codos, contar chistes malos, tomar alguna que otra copichuela (siempre que no haya que conducir después), cantar villancicos hasta desgañitarse… Todo vale para ser feliz. Al fin y al cabo, de eso se trata. ¿No?