El rey ha decidido abdicar. Lo hace en un momento delicado, justamente cuando se ha empezado a cuestionar con fuerza las bases que se fijaron en la Transición para caminar hacia la democracia, como el bipartidismo o la monarquía.
La Corona española ya se sabe que desde la imputación de Urdangarin y de la infanta Cristina, la caza de elefantes del rey o lo de Corina no pasa por sus mejores momentos. La popularidad de la Monarquía ha caído en picado en los últimos veinte años. Solo hace falta ir al CIS para comprobarlo. En 1994 los españoles daban a la Corona un notable (concretamente un 7,4) y el pasado mes de abril obtuvo un suspenso sin paliativos (3,72). Los jóvenes y no tan jóvenes ya no aprecian el papel que tuvo Juan Carlos en el Golpe de Estado de hace 33 años. Aquello queda lejano. La Monarquía tiene difícil aprobar los exámenes de septiembre. Ahora veremos si Felipe VI lo consigue.
Poca cosa decir del bipartidismo, después de la debacle de las europeas, que ha dejado a los partidos valedores de la monarquía con una representación del 49 por ciento. No creo que los últimos comicios hayan marcado la decisión del rey, aunque sí opino que ha confirmado lo que ya tenía pensado: abdicar durante esta legislatura. Y, ¿por qué? Porque la Casa Real es consciente que el futuro panorama político español es más incierto que nunca, y más aún después de las europeas, donde han salido con más fuerza los partidos claramente republicanos, como IU o Podemos.
La sucesión la tiene que aprobar el Congreso. Ahora tiene la mayoría necesaria para hacerlo. La pregunta es ¿la hubiera tenido después de las elecciones generales de 2015? Ante la duda, mejor hacerlo por la vía rápida. Durante unos días, de hecho ya ha empezado, se abrirá el debate de si es mejor una república o una monarquía, pero la cosa ya está hecha. Está, otra vez, atado y bien atado. En pocas semanas habrá nuevo rey. Y nadie nos habrá preguntado si eso es realmente lo que queremos.