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Contigo mismo

Los 'iPhone' no saben abrazar

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Los contemplas como se dirigen hacia el instituto, con mochilas a sus espaldas. Los libros pesan. Pero no únicamente ellos. Años atrás hubo un bocadillo. Hoy, dos euros alternativos. Y un iphone. Ellos probablemente no lo sepan o tal vez únicamente lo intuyan. Pero llevan sobre sus hombros otras cargas, etiquetas: son maleducados, consentidos… Unos andan y desandan el trayecto a pie. Otros bajan de un cuatro por cuatro. No hay beso. Solo una frase de progenitor: «¡Date prisa que llego tarde!». Se encaminan luego al centro que les aguarda a escasos metros, mientras whatsappean impulsivamente buscando el beso no recibido. Tienen hambre. Pero no de pan. El móvil es padre putativo. Y, con él, sacian, subliminalmente, la sed de experimentar que están conectados a alguien capaz de recibir su mensaje e, incluso, de darle respuesta. Si esa sustitución es posible, habrá otras: los amigos se harán en las redes, que no en los patios y dejará de existir el colega que no tenga un perfil o la posibilidad, también él, de whatsappear.

A la entrada consultan el horario. Algunos (in crescendo) saben mucho de eso. A sus doce o trece años han aprendido que en la primera quincena de cada mes el afecto lo recibirán de la madre y, en la segunda, del padre. Los hay que andan confundidos. Porque lo que, en la primera quincena es A, en la segunda es B. Por eso, tal vez por eso, cuando entran en el gimnasio se sienten tan profundamente identificados con una pelota de tenis o con la pieza de un juego.
Suben, después, envejecidos, a las aulas, guardando celosamente en su interior esas muestras de afecto con las que la sensibilidad, personificada en las conserjes, les ha dado la bienvenida. Y una vez en las clases, la dicotomía les seguirá persiguiendo. Los currículums (fruto de reformas que nunca acaban) se dirigen hacia el oeste y la vida hacia el este o viceversa, que todo da ya igual en este jodido país. Puede que hoy se les explique lo que es un lexema –la programación de aula lo estipula férreamente-, relegando la lectura… Mañana, una anáfora, obviando la expresión escrita… El viernes, un oxímoron, rehuyendo la argumentación… Así hibernan, desactivados, leyendo sin leer; escribiendo sin decir; hablando, sin atinar… A la postre es lo que se pretende desde las altas instancias putrefactas. Y si algún día las palabras salvadoras de los poemas les hablan de amor, tolerancia y otros letales valores, se sentirán desconcertados, porque no sabrán cómo encajarlas en su calendario emocional.

Y, por añadidura, llega el insoslayable día en el que la vida, desatenta, decide, por fin, personarse, en forma de muerte o enfermedad. La de un compañero. Entonces, de esos niños surge rabiosa pena y ejemplar solidaridad. Lloran. Buscan, sin saber, cómo paliar el dolor, como consolar. Se conmueven y te conmueven. Porque en tales menesteres, muchos son autodidactas. Nadie tuvo tiempo para decirles que la vida también era eso… Y se enfrentan a lo inexplicable con una bondad que difícilmente encuentras en los adultos. ¿Eran estos los maleducados de los que hablabais?

Acaban de descubrir que la tragedia únicamente puede paliarse con el amor, un abrazo, la compañía en silencio, la fuerza de la ternura. Pero los iphone no besan, ni dan calor, ni abrazan… Ahora lo saben. Como saben que han perdido su último asidero.

- Reconoce que…

- Que lo descrito no es general, pero tampoco excepcional… Y los contemplas como regresan del instituto, ese día, con mochilas a sus espaldas. Los libros pesan. Pero no únicamente ellos. En otra mochila, invisible, pero no inexistente, portan peor carga: la del terrible volumen de las carencias afectivas. Quizás intenten contar lo ocurrido a sus padres. Y éstos, desoyéndolos, movidos por la costumbre, les den diez euros para acallarlos. Entonces, los chavales, cabizbajos, tal vez se encierren en su cuarto y recurran a sus iphones, una vez más… Aún a sabiendas, ya, de que no saben abrazar…

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