Vivimos entre la fe ilimitada en el progreso y la desesperanza que nos provocan algunas de sus consecuencias; entre los avances que nos facilitan y prolongan la vida y los efectos que nos quitan calidad a esa misma existencia; en una pura contradicción. «El hombre de hoy usa y abusa de la naturaleza como si hubiera de ser el último inquilino de este desgraciado planeta», decía Miguel Delibes en su obra «Un mundo que agoniza» y la naturaleza «se convierte así en el chivo expiatorio del progreso». Quizás usaba el escritor un tono catastrofista, y eso que escribía esas líneas en 1979. Aún estaban por llegar el desastre nuclear de Chernobyl, los pozos derramando crudo en la guerra de Kuwait, el accidente químico de Bhopal, el chapapote en Galicia o la circulación alterna de coches en grandes ciudades debido a la polución. Luego nos comemos una lechuga y un atún fresco en Menorca y creemos que llevamos una vida sana, pero no hay fronteras para las nubes, la lluvia, los pájaros o los peces.
El caso de Joana Sintes, enferma de sensibilidad química múltiple es de esos que preferirías ignorar, mirando hacia otro lado, porque estremece, pero está ahí, vive detrás de una mascarilla, generando incomprensión cuando no rechazo a su alrededor. Su organismo no depura los tóxicos, su extrema reacción a sustancias químicas para otros inocuas le impide llevar una vida normal. La SQM, la electrosensibilidad, la fibromialgia, las intolerancias alimentarias son algunas de esas llamadas enfermedades ambientales que van en aumento. Generan controversia, son un reto médico –muchas veces se tratan como desórdenes psicológicos pero los afectados las padecen en su cuerpo-, y un peligro también para la industria. Joana pide ayuda, los alimentos bio cuestan caro, los tratamientos también, el reconocimiento del problema está por llegar. Las autoridades sanitarias deberían escuchar a estos pájaros en la mina que todos habitamos, porque la fuga de gas es evidente, y están dejando de cantar.