Hace ya mucho tiempo tenía yo un libro de juegos de manos. Era un librito barato, encuadernado en rústica, como se encuadernaban las novelas de Corín Tellado que mis padres leían, un pequeño volumen de aspecto insignificante y también inofensivo. Los juegos de manos son algo mágico, que parece que no puede hacer daño a nadie. Pero hay muchas cosas en apariencia inocuas que luego resulta que son perjudiciales. A veces se desata una ola de crímenes infantiles a partir de una película más o menos diabólica. O se pone de moda practicar juegos subidos de tono en la cama tratando de emular la película de las sombras de Grey. También puede suceder que un escolar influido por las series de telefilms de intriga y asesinatos cometa una barbaridad en un colegio. Claro que en esto debe de influir también el carácter de las gentes de cada país. En Norteamérica dicen que influye la facilidad de acceso a las armas de fuego. Pero hemos visto asesinatos brutales en masa en muchos países. No hace mucho un piloto alemán cometió una barbaridad en los Alpes, y un profesor resultó muerto por un alumno en Barcelona. Parece que los ingleses son peligrosamente imitativos, por lo que se refiere a la ficción, a juzgar por la ola de sucesos trágicos que desató la película «La naranja mecánica», cuyo propio director, Stanley Kubrik, fue partidario de prohibirla.
Mi librito de juegos de manos no era tan pernicioso. Enseñaba a adivinar cartas, a hacer desaparecer monedas, a volver a unir hilos cortados por la mitad y cosas por el estilo. A lo sumo tenía algún que otro chiste mal intencionado, porque era un volumen muy completo, que incluía y todo un apartado de chistes. Todavía recuerdo el chiste de Sara, la judía, que se había comprado una cabra y la metió en su cuarto, y al preguntarle los amigos por el mal olor, dijo: «¡Bah, ya se acostumbrará el animalito!». Pero yo entonces aun no entendía de malos olores ni de aviesas intenciones. Y los niños son muy dados a la imitación, puesto que su personalidad no está aún formada, ni su inteligencia tampoco. Que se lo pregunten si no a mi amiguito, que me vio practicar un sutil juego de manos de los del libro, en el que me comía una cadenita con un botijo de adorno colgante y luego, apretando mucho los ojos, la sacaba por debajo de una manga. En la imaginación del niño no cabía que allí hubiera truco, de modo que cuando estuvo en casa se comió efectivamente un escapulario y luego no vean los días que tardó en expulsarlo.