Un individuo, A.G.C., se había convertido en famoso cocinero sin tener noción alguna de cocina» Así se hablaba ayer de mi amigo Armando Guerra Calavera en los periódicos. He de decirles, para empezar, que su nombre y apellidos le cuadran, porque siempre ha estado, como buen «calavera», «armando guerra.» Y es que el tío estaba predestinado a ser un sinvergüenza. No sé, la verdad, cuándo se le ocurrió la feliz idea de montar un restaurante. Aunque el hecho de que le abandonara su amante tal vez fuera el detonante (¡menudo ripio!). Y es que esa santa mujer –y otras- se lo habían dado todo hecho. Armando no sabía, por tanto, lavar la ropa, planchar y, mucho menos, cocinar. De hecho, creía que los huevos se freían con cáscara y que ésta se iba derritiendo, entre terribles tormentos, en esa cosa redonda que cualquier hijo de vecino denomina sartén... Cierto día, Armando, acuciado por el hambre, se topó con una lechuga y una lata de atún, vestigios de gloriosos tiempos en los que sus mujeres se ocupaban de la compra... Aburrido, mezcló ambos elementos y, para no molestarse en masticar, los pasó por la batidora, de la que surgió una hermosa masa color pistacho. Como era un juguetón, cortó un pedazo de verdura en forma de vela náutica y la depositó con mimo sobre aquel extraño puré, al que decidió bautizar con el sonoro nombre de «Thon aux fines herbes méditerranéennes». No, no se crean que Armando supiera idiomas, no, pero para eso está Google. Y fue en ese preciso instante en el que tuvo la ocurrencia. Consciente de que en este país habita mucho pijo que confunde calidad con precio; relevancia social con lugar frecuentado y status con grosor factura, decidió montar, así, a las bravas, un restaurante para tales menesterosos, los de disfrazar su vacuidad y complejos.
Tras «sablear» (dar el sablazo) a amigos varios, logró inaugurar su primer local, al que denominó «Eden Bouche» que, a tenor del buscador, significa «El edén del paladar» («La Taberna de la Tía Paca» no le pareció apropiado). Fiel a su nombre y apellidos, no se resistió a añadirle un segundo nombre al establecimiento, esta vez, y por lo de la globalización, redactado en alemán: «Posh Restaurant für Dummier», lo que, traducido, sería algo así como «Restaurante para pijos tontos». Era una provocación y un peligro. Pero, a la postre – y nunca también dicho- él había nacido para provocador... Y, ¡natural!, elaboró la carta: unas fresas con un plátano y un yogur caducado, batidos, se convirtieron en (aquí utilizó el italiano) «Fragole con banana e yogurt frullata scaduto – y evocando a 007- non mesolato» y un tetrabrick embotellado en un «vin pas cher gran reserva» (eso, según el traductor de marras). Cincuenta euritos por el Don Simón, cuarenta por las fragole y sesenta por la lechuga y todos tan contentos, que no hay mejor cornudo que el satisfecho...
Los clientes salían del «Posh Restaurant für Dummier» hambrientos, pero felices... Porque habían accedido a la alta cocina, esa que Armando bautizó como «Broyeur cuisine», cocina triturada... Sus ganancias aumentaron aún más cuando montó un puesto de perritos calientes y hamburguesas a la salida de su restaurante donde, disimuladamente, sus distinguidos clientes, una vez saciado el ego, saciaban también la panza...
Otros establecimientos, franquicias... Algunos detectaron el fraude, pero callaron por no evidenciar haber sido pardillos. Y el rey seguía desnudo...
¿Armando? Un día se cansó, vendió su imperio y se trasladó a Miami, donde se ha convertido en prestigioso pintor de arte moderno. La idea la tuvo cuando otro tipo de pintores, los de brocha, le salpicaron un sofá... ¿Su última obra? Un óleo blanco con una única manchita rosa. ¿Título? «The solitude of the Pink Panther» («La soledad de la Pantera Rosa»)
Y ahora les dejo... Imitando a Armando (¡a ver si hay suerte!) he de ir al super a por una lechuga y una lata de atún. O sea: «Devo andare al mercato a comprare un lechuca e una scatoletta di tonno».