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¿Tiene caldereta sin langosta?

¿Tenemos el gen del engaño?

Hace varias semanas Yago Horo, un niño de siete años de edad, ganó un torneo de golf del circuito andaluz de benjamines celebrado en Isla Canela (Huelva). Cuando llegó a su casa, estaba exultante de felicidad. Había sumado 50 puntos, su mejor record hasta el momento. Sin embargo, su corazón dio un vuelco cuando su padre revisó la tarjeta. Se dio cuenta de que los números no cuadraban. El niño, con los nervios del momento, se había equivocado al sumar y, en realidad, había tenido 51 puntos. Yago se quedó en estado de shock. Estaba muy preocupado por la reacción de los demás. Había sido un error, pero no quería que nadie pensara que era un tramposo. «Ya sabes que firmar una tarjeta por error con menos golpes supone la descalificación», le dijo su padre. Ciertamente, el honor y el juego limpio forman parte esencial del golf. Cada jugador es responsable de su tarjeta de juego. Después de estas palabras, Yago tuvo una genial idea: escribiría una carta a la Real Federación Andaluz de Golf para solicitar que le retiraran el trofeo ganado. Después de escribir que su padre había comprobado el error en la suma de los golpes, Yago devolvió el trofeo «para que se lo deis a mis compañeros que se lo merecían». Finalmente, el joven golfista perdió el premio. Sin embargo, cuando los medios de comunicación publicaron la historia, el joven se convirtió en un ejemplo de deportividad. La familia recibió muchos mensajes de otros padres valorando la acción y confesando que les ha hecho reflexionar sobre la manera de vivir el deporte.

El joven golfista se tuvo que enfrentar a un terrible dilema: ¿Me quedo con el trofeo y no digo nada? ¿O devuelvo el trofeo y pido perdón? ¿Es mejor admitir un error aunque me perjudique? ¿O prefiero ocultarlo y beneficiarme de que nadie se ha dado cuenta? ¿Da igual optar por una o otra opción? Nuestra vida es el resultado de las elecciones de tomamos. A medida que vamos creciendo, se nos presentan nuevos retos a los que tenemos que responder con nuestra formación, valores, audacia y responsabilidad. Elegir un camino es difícil pero es la esencia de la libertad. En efecto, estamos «condenados a ser libres» –como decía el filósofo Sartre- porque, una vez arrojados en el mundo, somos responsables de lo que hacemos (o no hacemos). En ocasiones, las decisiones que tomamos van a demostrar con qué estamos comprometidos, qué valores nos parecen relevantes o qué queremos para nuestros hijos. Esta amalgama de decisiones va a formar parte de nuestra vida de la misma manera que el corazón bombea sangre, los huesos nos mantienen de pie o los ojos nos permiten leer un libro. No se puede creer en todo. No se puede defender todo. No se puede admitir o rechazar todo. Nuestra esencia es elegir y, gracias a esas decisiones, marcamos el rumbo de nuestro destino.

La actitud del joven golfista demuestra que todavía podemos tener esperanza para el futuro. Es posible que la persona que ha admitido un error cuando tenía siete años lo haga también cuando tenga cuarenta y desempeñe un cargo público. Es posible que, cuando tenga un trabajo, no mienta en su declaración de la renta. Es posible que, cuando gestione una empresa, diga a sus trabajadores la verdad: que van a trabajar tantas horas y que va a cotizar por todas ellas. Es posible que, cuando haga la contabilidad de una sociedad, no falsee los números para simular que tiene pérdidas. Es posible que, cuando prepare un examen, no dedique más tiempo a hacer chuletas que a estudiar. ¿Acaso es tan difícil de imaginar? Podemos pensar que se trata de un mundo ideal, que nunca se conseguirá y conformarnos con respuestas sencillas del tipo «el engaño está en nuestra naturaleza» o «es algo cultural». Nada más lejos de la realidad. Nuestro ADN no tiene ningún gen del engaño que nos impulse a actuar de manera fraudulenta. Nuestra cultura no es muy diferente a la de otros países donde el civismo y la honradez son factores esenciales de la convivencia. Si queremos cambiar estos clichés, debemos educar en valores positivos (templanza, prudencia, empatía, tolerancia, justicia, etc.) a las generaciones futuras. Está en nuestras manos –como lo estuvo en las del padre de Yago- fomentar esta educación moral en nuestros hijos para que no cometan los mismos errores. Se trata, sin duda, de una empresa gigantesca que requiere la colaboración de todos. Y, sin duda, es mucho lo que nos jugamos en ella. Quizá sea el momento de recordar las palabras de Simón Bolívar: «Más que por la fuerza, nos dominan por el engaño».

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