La vida son líneas. Rayas, si lo prefieres. Rectas, curvas, zigzagueantes… Una especie de senderos con un punto de inicio y otro de final. Una aventura. Un aquí y un ahora que no regresan, que se marchitan. Las líneas, lamentablemente, son más cortas para unos que para otros pero su grosor, que equivale a la intensidad con la que vives y lo mucho que exprimes cada momento, depende de uno mismo. Ahí reside la diferencia.
Imagínate, amigo lector, que cada uno de nosotros tenemos nuestra propia raya. Tu línea y la mía se cruzan cada sábado que te pasas por aquí de una forma más o menos puntual. Me regalas ese pedazo de tu vida que es lo que tardas en leerte esta columna y luego nuestras rayas siguen cada una su camino.
Intenta contar con cuantas rayas te has cruzado en tu vida… Es imposible. Desde aquella con la que compartes trazado desde hace mucho, como son la familia, la pareja o los hijos, a esa otra con la que te cruzaste un solo instante, un fogonazo en el camino que transformó, quién sabe, dos líneas paralelas condenadas a no tocarse en dos perpendiculares que durante un atisbo, puede que lo que dura un suspiro, se tocaron para no volverse a ver nunca más. Puede, por poner un ejemplo, aquel extraño con el que compartiste sonrisa en un vagón de metro.
Otras líneas son caprichosas, indecisas, un auténtico nido de curvas. Son un dibujo sin sentido que se va cruzando en tu raya tocándote en momentos puntuales y recordándote lo mucho que valen. Aquí creo que vienen, entre otro tipo de personas, los amigos que por un motivo u otro tienes menos a mano pero que cuando regresan sientes que no ha pasado el tiempo. Ves que alguna línea es más gruesa que otras y te satisface comprobar que no todos aprovechan la existencia igual.
Como te decía, hay trazos que te acompañan mucho tiempo hasta que un día dejan de hacerlo. Por voluntad propia o ajena y es entonces cuando te das cuenta de que esas líneas sin hacer ruido te hacían más compañía de la que pensabas. Pero la vida, como las rayas, no te permite mirar atrás mucho más de lo estrictamente necesario. Es entonces cuando echas de menos aquella joven sonrisa risueña de Sant Climent o aquel pianista octogenario de abrazo cálido y manos serenas.
La vida, creo, son líneas. Rayas que avanzan no sé muy bien hacia qué lugar. Son caprichosas e imprevisibles hasta que te vuelven a sorprender.