Por ahora los viajes en el tiempo se han demostrado imposibles. Pero es que son físicamente imposibles, porque con la mente se puede viajar a cualquier parte. Supongo que todos hemos experimentado lo mismo: basta con escuchar una vieja canción para trasladarnos mentalmente al tiempo y las circunstancias en que la oímos por primera vez. Basta con cerrar los ojos y ya estamos en otra parte y otro tiempo. Podríamos trasladarnos a la época en que nuestro padre escuchaba zarzuelas. Éramos niños y aprendíamos que el amor es un torvo contubernio de mujeres y de hombres que las buscan al retorno de sus cruceros tan largos que el olvido es fruto propio, como decían en «La Tabernera del puerto». O que las mujeres de Babilonia son las más ardientes que el amor crea, como cantaba Sarita Montiel. Después fuimos jóvenes y nos desmelenamos con el ritmo de «Qué noche la de aquel día», de los Beatles. Nos desbocamos con «Satisfaction», de los Rolling Stones, nos enamoramos con la melodía penetrante de «Noches de blanco satén», de los Moody Blues. Podemos hacerlo. Podemos volver a los tiempos heroicos con solo poner esas canciones. Hoy basta con seleccionarlas en Spotify y suenan en estéreo, ayer había que escucharlas en un tocadiscos de maleta de los que costaban tres mil pesetas, y en los discos que compraba un amigo. Podemos hacer la prueba. Escogemos «Los sonidos del silencio», de Simon y Garfunkel y otra vez estamos en el cine viendo «El graduado», y no solo Dustin Hoffman tiene cara de niño, sino que la tenemos nosotros también. Elegimos «Downtown» y volvemos a bailar con Petula Clark y con nuestra primera novia, entonces, cuando los roces eran tan caros y los besos no digamos, tanto que no podíamos ni permitírnoslos. Bailábamos «Mis manos en tu cintura», de Adamo, y ni siquiera lográbamos acercarnos a la chica, vigilada desde lejos por los ojos de su madre. Luego nos íbamos de campo, sintonizábamos Radio Montecarlo y escuchábamos «Like a Rolling Stone», de Bob Dylan, mientras nos perdíamos en los ojos claros de la primera turista extranjera que vimos en nuestra vida. Ha llovido mucho, desde luego, pero aún podemos volver con solo seleccionar «Con su blanca palidez», de Procol Harum, y dejarnos llevar por la música acariciante del armonio (del órgano, si se quiere). Podemos volver a los tiempos en que Raimon aconsejaba decir no, cuando Serrat tenía veinte años, cuando aún estábamos atados a la estaca de Lluís Llach. Basta con cerrar los ojos y volver a escuchar.
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