Idris bajaba todos los días al Infierno. Con los ojos enrojecidos y la piel curtida, se armaba de valor y descendía acompañado de una antorcha a la red de alcantarillas de alguna ciudad de Bangladesh. Trabajaba limpiando las canalizaciones repletas de desperdicios. Aquel infierno de Idris era real. Nunca vio demonios, fuego, tridentes ni lava. Era una realidad desnuda, sin edulcorantes ni maquillaje. Sin embargo, aquel hombre actuaba con un propósito.
Quería que sus hijas estudiaran en la universidad. Soñaba con una vida mejor alejada de la miseria. Por tal motivo, trabajaba sin descanso en aquel inhóspito lugar. Cuando sus hijas eran pequeñas, Idris prefería no contarles la verdad sobre su empleo. Se sentía avergonzado. Solía decirles que era un obrero. Antes de llegar a casa se daba una ducha en unos baños públicos para no dar pistas sobre su oficio. Año tras año, Idris bajó a su particular infierno. Todo el dinero que conseguía en su trabajo lo ahorraba para costear la universidad. Sin embargo, a pesar de su titánico esfuerzo, un día comprobó que no tenía suficiente dinero. Ese día no pudo bajar a las alcantarillas. Se sentó a un lado de la basura y trató de esconder sus lágrimas. No tenía fuerzas para trabajar. Sus compañeros de trabajo vieron la cara del aquel hombre derrotado y decidieron darle lo que habían ganado durante aquella jornada. Aquel día Idris llegó a su casa, sin bañarse, orgulloso de pertenecer a ese mundo olvidado de la gente que trabaja con las inmundicias. Abrazó a sus hijas y sintió que, al menos, todavía quedaba un refugio en este mundo.
Algunos expertos dicen que la enfermedad más peligrosa que vamos a sufrir en el siglo XXI es la desigualdad. En el año 2015, esta desigualdad alcanzó su tope máximo. El 1% de la población mundial poseía tanto dinero líquido o invertido como el 99% restante de la población. Se estima que las 85 personas más ricas del mundo tenían tanto como la mitad más pobre de todo el planeta. Si la riqueza mundial fuera una tarta de chocolate, habría que partirla en dos trozos. Una mitad la disfrutarían 70 millones de personas. Y, la otra mitad, se repartiría entre… ¡6.930.000.000 millones de personas! Este reparto injusto de la riqueza, más allá de ser un dato aislado y muy llamativo, incide directamente en muchos aspectos de la vida cotidiana. ¿Puede construirse una democracia estable en un país sumido en la pobreza? ¿Hay mayor probabilidad de conflictos armados cuando la población apenas tiene para comer? ¿Depende el respeto de los derechos humanos del nivel de riqueza del país? ¿Puede construirse un futuro digno cuando la miseria devora la esperanza de los ciudadanos?
Al margen de estas difíciles (e incómodas) preguntas, la desigualdad plantea un reto para los jóvenes. Un padre noruego no tiene las mismas preocupaciones que uno que vive en Bangladesh. Sin embargo, ambos comparten una inquietud: piensan en el futuro de sus hijos. Hacen todo lo posible para que sus hijos vivan en un mundo mejor, más justo y más libre. Desean de todo corazón que cumplan sus sueños, no repitan sus errores y, en la medida de lo posible, sean felices. Aunque han nacido en países radicalmente diferentes, esos niños noruegos y bangladesíes quieren ir a la escuela, jugar con sus amigos y aprender los secretos de este mundo. Quieren vivir en un entorno seguro que les ayude a construir su propio camino. Para lograr este objetivo, el padre bangladesí –a diferencia del noruego- tiene por delante un camino infinito de obstáculos. Si no supera alguna de estas barreras, sus hijos pueden morir de hambre. Muchas veces, ese padre bangladesí, se preguntará si no vive en el Infierno. Y mirará hacia arriba preguntándose si en algún lugar existe un cielo de oportunidades. Quizá desconozca que, en realidad, ese paraíso soñado para sus hijos se encuentra a menos de siete horas en avión.
Luchar contra la desigualdad que desgarra el mundo es una obligación moral de la que depende nuestra supervivencia. Esquivar esta realidad incómoda es tanto como admitir que las hijas de Idris no merecen una oportunidad. Quizá sea el momento de recordar las palabras de Nelson Mandela: «Como la esclavitud y el apartheid, la pobreza no es natural. Es creada por el hombre y puede superarse y erradicarse mediante acciones de los seres humanos. Y erradicar la pobreza no es un gesto de caridad. Es un acto de justicia. Se trata de proteger un derecho humano fundamental, el derecho a la dignidad y a una vida digna. Mientras haya pobreza, no habrá verdadera libertad».