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¿Tiene caldereta sin langosta?

El último viaje de David Goodall

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En el año 2016 la Universidad Edith Cowan (Australia) remitió una carta al investigador David Goodall. La misiva indicaba que debía abandonar su despacho en el campus porque no era adecuado para su seguridad. Le recomendaba que trabajara desde casa porque tardaba más de noventa minutos en llegar a la universidad. El investigador tenía por aquel entonces 102 años. Era el decano de los científicos australianos. Llevaba más de siete décadas dedicadas al estudio de la ecología y la botánica. Había publicado más de un centenar de artículos en revistas especializadas. Su puesto no era remunerado, pero le gustaba ir al campus porque se entretenía hablando con los compañeros y alumnos. David no se dio por vencido e inició un debate público sobre el valor del trabajo de las personas mayores. Finalmente, la universidad rectificó ante la presión mediática y le asignó un nuevo despacho en un campus más cercano.

Dos años después, el investigador volvió a ser portada de los periódicos. Quería morirse. En una entrevista a la cadena de televisión australiana ABC, el anciano dijo: «No soy feliz. Quiero morirme. No estoy particularmente triste. Lo que es triste es que me lo impidan». David no padecía ninguna enfermedad terminal. Simplemente, su calidad de vida se había deteriorado en los últimos años y ya no tenía ganas de seguir adelante. El investigador, sin embargo, no podía llevar a cabo sus planes en Australia. Aunque el suicidio asistido se acababa de legalizar en el Estado de Victoria, la ley no entraría en vigor hasta 2019 y solo podría aplicarse a pacientes con enfermedades terminales y con una esperanza de vida de menos de seis meses. Su única salida sería… ¡viajar 10.000 kilómetros hasta Suiza! Gracias a la ayuda de la organización Exit Internacional, David recaudó dinero suficiente para comprar los billetes y hace unos días llegó a Suiza para realizar su último viaje.

¿Somos libres para decidir nuestro final? ¿Existe un derecho a exigir a los poderes públicos que ayuden a una persona a morir? ¿Tiene límites la autonomía del individuo cuando está en juego su propia vida? ¿Estamos obligados a vivir? ¿Puede limitarse el suicidio asistido a los pacientes terminales? Durante muchos años, el debate sobre la eutanasia y el suicidio asistido se ha centrado en los pacientes terminales o en situación de agonía. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando una persona ya no desea vivir más? ¿Cómo valorar el sufrimiento psicológico? ¿Qué ocurre con la calidad de vida? ¿Es un parámetro para juzgar si una persona quiere seguir viviendo? Hace más de veinte años, el Tribunal Supremo de Holanda consideró que el psiquiatra Chabot actuó de forma correcta al suministrar medicación letal a la señora Boomsma. Su historia revelaba un padecimiento insoportable que no tenía perspectivas de mejora. Un hijo de la señora Boomsma se había suicidado en 1986. Dos años más tarde, había fallecido su padre. En 1990, se divorció. Su otro hijo sufrió un accidente de tráfico. Cuando ya se estaba recuperando de la enfermedad, se le detectó un cáncer que le provocó la muerte poco después. Todos estos acontecimientos llevaron a la señora Boomsma a intentar suicidarse en 1991. Cuando acudió a la consulta del psiquiatra, sus ojos lloraban de dolor y lanzaban una pregunta al galeno: ¿vale la pena vivir?

La esperanza de vida de los españoles se ha duplicado en apenas cuatro generaciones. Entre 1910 y 2009 los españoles viven, de media, el doble de tiempo. Una persona que nace ahora tiene una «ganancia de vida» de más de cuarenta años respecto de su bisabuelo. El extraordinario avance de la medicina y la mejora del Estado del bienestar en el mundo desarrollado están creando una ilusión de inmortalidad que se ve impulsada por los deseos de una sociedad siempre joven, fuerte y autónoma. Hemos relegado a la clandestinidad al más natural de los acontecimientos. Y, por tal motivo, nos cuesta tanto preguntarnos qué significa la palabra dignidad al final de nuestra vida. Quizá sea el momento de recordar las palabras del poeta mexicano Octavio Paz: «Una civilización que niega la muerte, acaba por negar la vida».

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