Todavía recuerdo la primera vez que subí a un buque de hierro, concretamente el vapor «Ciudadela», que navegó durante casi cincuenta años entre Mallorca y Menorca, y entre nuestras islas y Barcelona. Parece ser que fue retirado en 1957, pero siguió navegando como barco carbonero en el Cantábrico. Era yo tan pequeño que no tenía uso de razón -como se decía antes- y mi tío Alfonso consiguió que me dejaran entrar y salir de la nave antes de zarpar, porque todos los días bajaba al puerto con un carro de maletas de los viajantes que se hospedaban en la fonda de mi abuela y era más conocido que la ruda entre la marinería del modesto vapor. Cuando el barco hizo sonar la sirena me asusté de lo lindo. Nunca hasta entonces había oído un estruendo tan atroz. Naturalmente mi tío se echó a reír, regocijado, tan feliz ante mi inocencia como las almas puras que habitan el paraíso. No sé cuántas veces por semana navegaba aquel barquito -casi barquito de papel- hasta Barcelona, pero no creo que fueran más de dos. Esto nos da una idea de lo desamparadas que estuvieron nuestras islas en el pasado, cuando ni siquiera había líneas de aviación regular y el comercio se hacía en ese barco de vapor y en algunos pailebotes de madera. Se me antoja que estas tierras nunca fueron autosuficientes, ni siquiera en los tiempos talayóticos. Se me antoja que siempre estuvimos un poco alejados de la mano de Dios, y que por eso tenemos tendencia a sobrevalorar los productos autóctonos. Por eso y porque atravesando 250 kilómetros de mar (130 millas náuticas) -y algunos días de retraso en los embarques- cualquier mercancía corre riesgo de estropearse.
Todavía hoy, en los días de temporal, los supermercados pueden parecer grandes superficies desvalijadas, porque dado que los barcos no se hacen a la mar, no llegan los containers con productos frescos. Dicen que el vapor «Ciudadela» era muy «marinero», o muy intrépido, y que salía siempre, aunque estuviera cayendo el mundo, y aunque a veces llegara con horas de retraso y con todos los estómagos de los pasajeros vacíos. Pero aun así, podemos suponer lo solitarias que estarían entonces estas islas, y las carencias que sufrirían sus habitantes. Hoy todavía somos islas de efecto retardado, sencillamente porque todo viene de fuera, como si estuviéramos sitiados por el mar y a merced de un puente de transporte que retrasa la llegada de cuanto necesitamos, porque todo llega mañana o pasado, cuando no la semana que viene, o la otra.