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A tontos no hay quien nos gane

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Más nos habría lucido si nos lo hubiéramos hecho mirar. Eso es en realidad el título que quería haber puesto y ya se darán cuenta del porqué a medida que les vaya contando el afrancesamiento que padecimos, cuando lo cierto es que España y Francia se han pasado buena parte de su historia culinaria enfrentados, cuando no por nuestra excepcional salsa mahonesa que los franceses sin decoro afrancesaron o por nuestros potajes, amén de infinidad de guisos. Dicho esto, tengo prisa en decir que mentiría yo si ahora no dijera que muchas recetas que hoy pasan como de la culinaria francesa, quienes las afrancesaron no fueron los gabachos sino los restauradores españoles estúpidamente afectados de un afrancesamiento galopante. Efectivamente, a los mejores restaurantes de España les dio por poner su oferta gastronómica en francés, incluso con un torpe, chabacano o chapucero afrancesamiento dialéctico, porque creían que el nombre en francés les daba marchamo, como si lo que había en el plato fuera de la gastronomía francesa.

Dice Dionisio Pérez (Post-Thebussem) en su guía de «El buen comer español», 1929, pág. 38: «España, aún el pueblo sin saberlo y sin darse cuenta, se afrancesó, de tal suerte, que ya no le pareció bueno si no lo que tenía el marchamo francés, ideas o guisos, costumbres o fritos, trajes o dulces… se afrancesó sobre manera el paladar de la nación».

En aquellos años finales del 1800, principios de 1900, había en general muy pocos libros de cocina, y los que había, con pésima traducción y llenos de errores. La gente no estaba para gastar unas monedas en libros de gastronomía.

Por la boca de gabachos mal informados de la España culinaria, quizá dolidos por haberse España levantado en armas contra la invasión napoleónica, afirmaban sin encomendarse a Dios ni a la Virgen, sin ninguna clase de decoro como vecinos que somos, que en España nos alimentábamos de una culinaria mísera cuando no miserable, a base de aceite y mucho ajo. Curiosamente, muchas de las recetas de las que presumen ahora, fueron tomadas de la cocina española. No me toca otra que decirlo, ya quisiera la gastronomía francesa parecerse, aunque solo fuera un poco a la española. Fue tanto lo que se mintió, fue tanto el empeño en arruinar los productos españoles, que incluso el gran Alejandro Dumas desde su afamada pluma literaria, escribió a propósito de sus viajes por España «que ningún vino fino en España es natural, son generalmente confiteros quienes hacen estos vinos, el jerez, el málaga son fabricados por estos industriales». Ahora mismo tengo yo prisa en decir que la ignorancia o el desdén debieron de ser parejos a la orfandad de vergüenza para atreverse a publicar que los exquisitos vinos jerezanos se elaboraban junto a las perrunillas, anisetes, mantecadas y mostachones de los obradores de los confiteros andaluces, que puestas las cosas así, transitando por estas trochas, convendremos que debían de tener una extraña sabiduría para elaborar unos caldos como los jerezanos famosos en el mundo entero, sin conocimientos de expertos bodegueros y sin la necesaria tradición vitivinícola que en esos vinos son patrimonio exclusivo de las legendarias bodegas jerezanas, que han paseado y lo siguen haciendo, sus venerables caldos a lo largo y ancho del mundo que sabe apreciar el excepcional vino jerezano. Es como pretender excluir de la cocina española la gran culinaria menorquina, que a duras penas puede soportar el glorioso legado de sus sabidurías culinarias, algunas heredadas de las distintas civilizaciones que a Menorca arribaron cruzando la mar mediterránea, huyendo de sí mismos sin saber a dónde iban.

Cuando por ahí fuera se afirmaba con el ánimo de desprestigiar nuestra cocina que en España se comía demasiado, se me figura una torpe manera de buscarnos el descrédito, pues es sabido que sólo de lo bueno puede llegar a comerse en demasía. Una cocina poco apetitosa no será precisamente la que induzca a comer sin hambre, y no son los malos vinos los que nos hacen beber sin sed.

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