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Raspini

Conocí a algunos comerciantes de calzado muy hábiles en las compras durante mi periplo como agente comercial en Italia. Quizá el más versado de todos ellos me lo topé en Florencia. Tal era el aura de Raspini que algunos fabricantes hubieran incluso pagado por colocar el sello de la empresa en su escaparate. Y aún hoy, cuarenta y ocho años después, su vigencia en el ámbito de la moda zapatera italiana es incuestionable.

Recuerdo ostensiblemente aquel día por tres motivos.

El primero por remitir una tarjeta postal a mi amiga Florencia Mascaró que decía: «Un abrazo desde Florencia, de Florencio, para Florencia». El segundo por almorzar en un prestigioso restaurante del casco antiguo llamado Da lo zozzone (Casa del marrano), donde las mesas estaban repletas de migas y máculas de vino, y por el suelo proliferaban cortezas de pan y alguna servilleta, un establecimiento que poseía la virtud de ofrecer los mejores tortelloni con no sé qué clase de salsa más exquisitos del planeta, cargando en la factura un plus por su calidad culinaria y otro por la roña, en fin, uno más de los fantasiosos cosmos diseminados por este asombroso país que es sin duda Italia.

Por la tarde sobrevino el tercero cuando expandimos –me acompañaba mi jefe- los muestrarios en la moqueta de un ostentoso habitáculo y Raspini se dispuso a inspeccionarlos. Tras un expectante y prolongado silencio dirigió una sarta de puntapiés a los zapatos mientras manifestaba a gritos ser altamente decepcionante su nivel. Parecía poseído por el mismísimo diablo. Su cabellera se expandía por el aire, lo mismo que el pomposo pañuelo, emergente en el bolsillo superior de un traje más ligero que una pluma. Mi jefe y yo estábamos tan sorprendidos como atónitos. No cesaba el florentino en sus alaridos mientras pateaba las muestras por el recinto como si de pelotas de fútbol se tratase.

- «¡Porca miseria! ¡Ma, come…puoi! ¡Non si puó! ¡Dio boia! ¡Ma dai Enzo!» -chillaba frenético mientras nosotros salíamos lentamente de nuestro asombro.

Mi jefe comentó de regreso a Roma:

- «Debemos elaborar unos prototipos para Raspini, luego te das una vuelta por ahí y se las enseñas a los demás clientes».

El tal Raspini de ningún modo fornicaba con el primer zapato que se pusiera delante de sus ojos, sabía aquel Médicis de la moda disponer aún de tiempo para confeccionar un pedido y aplazaba el coito. No desconocía, no, que algunos fabricantes elaborarían más adelante un muestrario de repaso con una atractiva hornada de primicias. El muy ladino retenía que aquellas muestras esparcidas por el recinto las poseerían asimismo los otros comerciantes, como si de prostitutas se tratara, y de acostarse con ellas sería del montón, uno más, uno cualquiera.

Dos meses después, de regreso a Florencia, se retozó con las novedades que le presenté. En cambio, los demás clientes habían sobrepasado ya el presupuesto monetario de las compras y copularon con uno o dos modelos a regañadientes. Con este método artero Raspini exponía en su escaparate zapatos que no poseían los demás comerciantes… y más novedosos.

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