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¿Tiene caldereta sin langosta?

¿Qué ha pasado con la intimidad?

Una mujer mantiene una relación sentimental con un hombre. En un momento dado, ella se graba en un vídeo sexual y se lo envía. Pasa el tiempo y rompen la relación. A los cinco años, una persona difunde dicho vídeo en un chat de WhatsApp de la empresa en la que ella trabaja. El vídeo se hace viral. Recorre los pasillos y despachos de la fábrica. En apenas unas semanas, más de trescientas personas han visto el archivo. Muchos trabajadores, intrigados por la mujer que aparece en el vídeo, empiezan a buscarla. ¿Es ella? La miran, la observan, se ríen. Abrumada por la presión, la trabajadora acude a recursos humanos y explica la situación. La empresa le dice que no puede intervenir. Es un asunto privado. Descartan que se trate de acoso laboral. A medida que pasa el tiempo, la situación se hace insostenible. El vídeo finalmente llega a la nueva pareja de la mujer. Ella se disculpa con su marido. Un viernes abandona su puesto de trabajo. Se siente desolada. Regresa a su domicilio preguntándose por qué se ha producido esta situación. ¿Hubiera pasado lo mismo si en el vídeo saliera un hombre? Siente que camina por un túnel oscuro. Le invaden sentimientos contradictorios. Vergüenza, asco, humillación, rabia. ¿Cómo podrá recuperar su vida? Antes de que termine de responder a la pregunta, se suicida en su domicilio.

Hace cincuenta años la intimidad presentaba unos caracteres nítidos que operaban como barreras infranqueables frente a las injerencias del exterior. Los aspectos relacionados con la vida familiar, la salud, la sexualidad o el dolor apenas se dejaban entrever en las conversaciones. Cuando se conocía alguna noticia sobre tales asuntos era porque el interesado había decidido compartir la misma con sus familiares, amigos o allegados. Sin embargo, la irrupción de las nuevas tecnologías de la comunicación -y, especialmente, las redes sociales- ha provocado una redefinición del derecho a la intimidad. Sin apenas darnos cuenta, hemos renunciado a estos espacios que antiguamente creíamos reservados para compartirlos con la sociedad a través de fotos, vídeos, likes, ‘me gusta' y comentarios. Un repaso a la biografía de una persona en las redes sociales permite, con un poco de astucia y habilidad, reconstruir su vida de los últimos años. Relaciones amorosas, nuevos proyectos, viajes, enfermedades, ideas políticas, gustos y disgustos han trascendido las barreras de lo íntimo para invadir sigilosamente el espacio público donde los demás usuarios comentan, critican, alaban y, desde luego, comparten.

El pilar de este nuevo modelo socio-cultural es, sin duda, el consentimiento del afectado. Cuando la persona cede su intimidad a cambio de likes, seguidores o popularidad, no cabe hacer ningún reproche. Sin embargo, en los últimos años, están proliferando situaciones que olvidan este pilar esencial. En 2017 el periódico «The Guardian» publicaba que Facebook detectó en un solo un mes cerca de 54.000 casos de «porno vengativo». Tuvieron que cerrar más de 14.000 cuentas que habían compartido imágenes o vídeos de carácter sexual sin el consentimiento de los afectados. Un reciente estudio realizado en 2019 por las Universidades RMIT y Monash de Australia concluyó que un 20 per ciento de los más de cuatro mil encuestados habían sido captados desnudos o en vídeos de contenido sexual sin su consentimiento. Un 11 por ciento había compartido dichas imágenes. Un 9 por ciento de los encuestados habían sido extorsionados con publicar imágenes o vídeos sin su consentimiento.

Frente a las conductas de acoso tradicional que se producían cara a cara, las nuevas tecnologías de la comunicación permiten arruinar la vida de una persona en un clic. Basta difundir un vídeo íntimo para destruir por completo su dignidad. Por tal motivo, resulta inaplazable el debate sobre los (débiles) contornos de la intimidad en una sociedad que ha mezclado transparencia y morbo. ¿Qué espacio nos quedará entonces para no ser observados? ¿Dónde quedará nuestra libertad? Quizá sea el momento de recordar las palabras del escritor José Saramago: «Estamos llegando al fin de una civilización, sin tiempo para reflexionar, en la que se ha impuesto una especie de impudor que nos ha llegado a convencer de que la privacidad no existe».

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