«Yo amo, tú amas… (…) Ojalá no fuese conjugación, sino realidad».
Mario Moreno, ‘Cantinflas'.
En cierta ocasión te dejaste cautivar por el título de una novela: «El volumen de la ausencia», de Salisachs… Un volumen que aumenta cada 25 de diciembre… Ese día –lo recuerdas- las ausencias tuvieron, en este nefasto 2020, para ti, dolorosos nombres propios: Emili, Elvira, Pere… Navidad, personal y curiosamente, te resulta inamoviblemente antitética: por una parte, y como creyente, sientes la alegría inmensa que te produce celebrar el nacimiento de Cristo, sin el que tu vida carecería de sentido y, por otra, experimentas una melancolía (ese sentimiento igualmente contradictorio, agridulce) que te empuja hacia el pasado, en un intento yermo por recuperarlo… La paradoja, además, se empecina en sobrevivir y eternizarse… Creo que lo dicho lo sienten también ustedes… Y, sin embargo…
Y, sin embargo, hubo este año variaciones positivas. Porque te diste cuenta (¡benditas restricciones!) de que habías considerado como imprescindible lo que era superfluo y que lo superfluo era una equivocación. Y que lo imprescindible, sí, lo único realmente imprescindible, era el amor (en su diversa tipología), más allá incluso de la salud… Ese amor que, por ejemplo, prefiere acompañar a un enfermo terminal cogiéndolo de la mano a decidir, metido a dios menor, sobre si debe morir o no a destiempo, aunque sea a petición propia, en un acto de inenarrable hipocresía; el mismo amor que se opone a cualquier tipo de pena de muerte, aunque esta aparezca disfrazada de misericordia o de insufribles paráfrasis: «interrupción voluntaria del embarazo», «muerte digna», etc…
Es el mismo amor que, aunque busca la justicia y la correcta distribución de la riqueza en el mundo, la une a la caridad, porque en esta anida la ternura… Es el mismo amor que hace del intelectual, del culto, del político, del rico, del poderoso, un ser cercano, asequible y solidario. El que hace del humor un acto de inteligencia respetuosa y no el ejercicio de una crítica facilona, tópica y sin mesura al que no piensa o siente igual que vosotros. El que empuja a la argumentación más que a la falacia ad hominem (¿cuándo lo entenderán vuestros actuales políticos?). El que escoge humanidad antes que mera e hipócrita amabilidad. El que hace resistir a tantos. El que impide que salga del interior vuestro Hyde particular… La lista sería interminable…
Hasta hace poco, y durante estas fechas, el consumismo, las cosas, los compromisos y los convencionalismos sociales te habían cegado. Y lo superfluo había sido, efectivamente, considerado como imprescindible, cuando -lo iteras- lo imprescindible era otra cosa y otra cosa sublime, gratuita... El Amor, sí...
Crees que la más sublime de las definiciones de este la encontraríais en San Pablo, en su carta a los Corintios: «Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres (…), si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque (…) conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobre-s (…), si no tengo amor, no me sirve para nada.
El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás».
No es mal programa ese, no, y apto para todos los públicos: creyentes o no… Y puede que, ante ese futuro oscuro que se avecina en el que nadie conoce ya a nadie, ni siquiera al enemigo que te está matando, sea vuestra última tabla de salvación… Y las alpargatas y el báculo para andar, definitiva y finalmente, hacia la utopía de un primer y único mundo en el que el bienestar sea común y no se asiente sobre la desgracia de tantos. De demasiados…