Mientras asistimos a las consecuencias de los excesos de jóvenes y adolescentes que ahora se reflejan en el brutal incremento de contagios, se mantiene el debate en torno a la responsabilidad de lo sucedido en Ciutadella y en Mallorca, que guarda estrecho paralelismo.
Aquí se ha dado una amalgama de factores que han fabricado la tormenta perfecta hasta convertir Sant Joan, como todas las fiestas patronales, en un macrobotellón permitido para los más jóvenes, nada que no viniera sucediendo desde hace años. La gravedad, en esta ocasión, es que la irresponsabilidad de la muchachada puede tener consecuencias pésimas para la salud y la economía del territorio.
El Ayuntamiento debe admitir que las medidas preventivas, acordadas en la junta de seguridad, no funcionaron. O le engañaron las navieras al asegurar que no aumentarían las frecuencias para facilitar desplazamientos masivos, o cayó en una confianza excesiva y cuando tuvo el problema de frente ya no pudo reaccionar para neutralizarlo.
Sin embargo el grado de responsabilidad individual y parental es aún mayor al de la administración. Los chavales que llegaron a la Isla, y los ciutadellencs y menorquines en general que también acudieron a la no-fiesta, no son niños, precisamente, aunque se comporten como si no hubiera un mañana cuando tienen alcohol o pastillas sintéticas a su alcance y son incapaces de recordar de dónde venimos y el esfuerzo que se ha hecho para ver la salida del túnel.
Aquellos que viajaron a Menorca en Sant Joan o durante la semana anterior para disfrutar de un viaje de fin de curso, además, son dependientes económicamente de sus padres aunque hayan alcanzado la mayoría de edad. ¿Quién les permitió el viaje?, ¿quién se lo subvencionó?, ¿creían sus padres que sus hijos venían a visitar los monumentos talayóticos y el Museo de Menorca?
Hay que pedir responsabilidad a la Administración, claro, pero la culpabilidad en este caso no tiene un dueño exclusivo.