Año y medio ha durado el primer gobierno de Pedro Sánchez, las circunstancias externas de la crisis de la covid y las internas de la convivencia con el personal de Podemos le han quemado más pronto de lo previsto. Se daban las condiciones para el cambio y las ha aprovechado sin reparos y sin presiones, aunque con algún complejo.
Se ha quitado de en medio pesos pesados como Carmen Calvo y José Luis Ábalos, que en quince meses han convertido ese peso en lastre. Ha salvado de la quema al ministro de Interior, que está tan tocado como la de Exteriores, pero quizá no tiene un futuro inmediato tan resuelto para reincorporarse a la actividad profesional.
Para los relevos ha pescado en secano, en la vida municipal, inspirándose tal vez en la escuela francesa donde el paso por la mairie constituye el escalón imprescindible de la carrera política. De momento, todo es foto, estreno de cartera y expectativa.
Ha presumido de juventud y de feminismo como criterios que han inspirado los cambios, efectismo que a estas alturas está, o debería estarlo, superado. Lo importante es que el gato cace ratones, que dé la talla sea blanco o negro. Es posible que nos estemos pasando con la tontería y que nos perdamos en las tapas del libro sin leer el contenido.
Hay que agradecerle encarecidamente que haya cambiado a la portavoz, es posible que a la nueva la entendamos.
Lo malo es la impresión de aguantar cinco ministros de Podemos como si fuera una parcela acotada a la que no puede entrar ni el presidente, una penitencia inevitable. Sabe que salvo la titular de Trabajo, todos son prescindibles, comenzando por la campeona del feminismo que está ahí «por ser la mujer de» y que sin ellos nos ahorraríamos no solo gasto sino más de un ridículo. Una vez que Ayuso le quitó el precinto con la expulsión de Iglesias de la política, Sánchez debió entrar en el coto sin miedo.