En ocasiones, los mejores y más tristes poemas se escriben con silencios… Hoy es veintitrés, sábado. Te encuentras con X en el supermercado. Es veintitrés, sí. No se trata de un día cualquiera. X es un hombre honrado que ha hecho de su existencia un acto iterado de dignidad. El Estado le ha colmado, pues, con todo tipo de bendiciones en el último tramo de su intrahistoria en forma de pensión (unos quinientos euros mensuales). X sabe que tardará, todavía, unos días en percibir sus cuantiosos emolumentos. En realidad, se los ingresan el veinticinco, pero su entidad bancaria (¡pobre, tan necesitada ella!) se los retiene veinticuatro horas… Esas horas que, a nivel nacional, ¡dan para tanto! En la cinta transportadora que conduce, inexorablemente, a la cajera, viajan sus productos: una barra de pan, botellas de agua, tomates y tres naranjas. X comprueba si alguien le observa, tras lo cual, y disimulando, extrae del bolsillo de su raído batín un monedero… X siempre acude a la tienda en batín y en zapatillas. ¡Cuesta tanto vestirse a cierta edad! ¡Y calzarse! Mientras su compra avanza, avanza también en él la angustia. ¿Le dará? Avergonzado (¿de qué? –le preguntarías–) escarba, efectivamente, en su billetero, efectuando todo tipo de cálculos mentales. Está acostumbrado a ellos. Cuando coge varios productos, va sumando sus costes, para constatar si será capaz de asumir el pago o no… En este sábado 23, X no lo tiene claro… O le faltarán o le sobrarán diez céntimos… X se pone en lo peor… Le faltarán. Por eso analiza qué producto dejar: ¿El agua? No –se contesta-. ¿El pan? No. ¿Tal vez los tomates?
Por ende, en este 23 no toca almorzar en casa de su hijo, ese al que únicamente ve una vez cada quince días e, inmutablemente, en sábado. De tarde en tarde, desde tu cocina, los ves. El hijo llega puntualmente a las 13.50 horas. Sin mediar palabra –el poema se va escribiendo, efectivamente, con silencios– recoge a su padre. Si se digna –rara avis– en hablarle, es para echarle prisa. ¡Qué incómodos le resultan los problemas de movilidad de su progenitor! A las 15.20, X es devuelto a casa... Una hora y treinta minutos exactos de caridad entrecomillada, bisemanal…
¿Y si prescindiera de las tres naranjas? ¿Y si en vez de tres, fuera tan solo una? Y se consuela al pensar que se trata únicamente de resistir unos pocos días más, que el 26 podrá tomarse su cafetito matutino en el bar de la esquina y reencontrarse con la pandilla de las zapatillas a cuadros…
La cajera, piadosa, no sabe cómo puñetas decirle que no son diez, sino quince los céntimos que le faltan…
Un joven, al tanto de la situación, se agacha teatralmente tras buscar en su cartera un billete de veinte euros… Se dirige a X y le espeta «¡Perdone! Se le acaba de caer este billete de su monedero». X, honrado, lo niega. El joven insiste. La cajera lo confirma. Y una mujer, desde la frutería cercana, hace lo propio. X acaba por creérselo y cede… A la postre, el cafetito del 26 será el del 23… ¡Qué gozada!
De vuelta a tu casa, ves en televisión a un político que duerme en su escaño mientras otro repite lo tan manido: «¡Tengo la conciencia tranquila!» Con cuanta frecuencia –te comentas– tienen la conciencia tranquila los que carecen de ella… Y sientes, entonces, arcadas ante tanto hijo de puta, ante tanto corrupto, ante tanto rico insolidario, ante tanto cabrón que mata diariamente por omisión, ante tanto malnacido… Ante tanta gentuza que, de haber estado en el super ese 23, no le habría dado a X ni los quince céntimos que le faltaban para asedar su hambre y salvaguardar su dignidad. Esa dignidad, jamás perdida, vestida con raída bata y zapatillas a cuadros…
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P.S.- A José Cabezas. Estimado amigo: Gracias por tus generosas palabras relacionadas con «Los cadáveres equivocados», pero aún más por tus bellísimos artículos, repletos de frescura y en los que siempre apuestas por el débil y la justicia social. Quijotescos, en su hermosísimo sentido estricto. ¡Que de Sanchos ya andamos sobrados! ¿No te parece? Un inmenso abrazo.