Hace unos meses me volví a enzarzar en una batalla perdida de antemano, reclamé a una compañía telefónica una modesta cantidad que creía injustamente cobrada, todo a través de internet por supuesto. Ellos, amablemente y vía SMS me informaron de que tomaban nota, y en julio, con el mismo método, me dijeron que no se olvidaban de mí, pero que el tema les llevaba tiempo. Desde entonces siento que me han hecho un ghosting, se han esfumado, y como la mayoría de los consumidores, no tengo fuerzas para enfrentarme a la muralla de voces automatizadas, esperas, marque esto, diga lo otro, para acabar en un bucle sin fin. Lo dicho, sabía que la pataleta no tenía recorrido pero celebro, y mucho, que el anteproyecto de Ley de Atención al Cliente obligue a estas grandes empresas a poner un límite de horas a la atención con robots.
Anhelo hablar con personas y no con contestadores automáticos para que atiendan quejas o resuelvan las posibles incidencias, y si para ello hay que obligarles pues bienvenido sea. De igual modo al final ha tenido que ser la Sindicatura de Greuges la que dé un toque de atención a Consell y ayuntamientos para que, un año y medio después de concluir el confinamiento, cuando todo el mundo trabaja con normalidad y los niños van al colegio con mascarillas, no sigan abusando de la cita previa para los trámites presenciales. Tiene que ser una elección y no una imposición, como lo es ahora, por el cierre de oficinas, tener que desplazarse entre poblaciones para ir a un cajero o realizar cualquier gestión bancaria si no estás familiarizado con lo digital. Es otra brecha, tecnológica y financiera, en la que habría que tomar medidas, porque según un estudio de MayoresUDP, siete de cada diez personas mayores de 65 años en España no son usuarias de la banca en línea y para un 83 por ciento la atención personalizada es su canal favorito. La máquina debería hacernos la vida fácil, no complicarla ni servir de parapeto para abusos o para excluir a colectivos.