Estrenamos nueva fase de la pandemia, con cambios sustanciales en la vigilancia de la covid-19 que, en la práctica, pasa a considerarse una enfermedad más. Una transición, ahora sí, hacia la normalidad, que puede durar todo este año y que se guiará por los indicadores de presión asistencial, la ocupación en hospitales por los casos más graves así como la incidencia en las personas y entornos vulnerables, mayores de 60 años y residencias.
Decae la vigilancia epidemiológica exhaustiva y se tienen que desmontar progresivamente las estructuras creadas. La Atención Primaria, sobre la que recayó un enorme peso de gestión y control de la crisis sanitaria, vuelve a estar en el centro de la nueva estrategia. El médico de familia deberá dar bajas laborales según criterios clínicos y quienes tengan síntomas leves o ni siquiera los tengan podrán ir a trabajar, protegiendo a los que están a su alrededor mediante las ya conocidas medidas de distancia y uso de mascarilla, la única restricción que se mantiene en interiores.
Este es el paso más lógico, las bajas por confinamientos habían causado un sinfín de problemas a empresas y mucha confusión a los propios trabajadores. Pero ahora, con una incidencia todavía muy alta de covid-19 en comparación con la de hace un año, se pisa el acelerador. Confiar en el buen uso de la mascarilla y en que este no se pierda, como respeto a los demás para evitar el contagio, es optimista. Veíamos en fotos antiguas de la pandemia de gripe de 1918 cómo se usaban los cubrebocas, pero ya nadie se acordaba cuando llegó otro virus. Es muy probable que ahora pase lo mismo.
Al final, como dice Albert Camus en su libro de 1947 que la covid-19 resucitó en las librerías, solo «para ésos, madres, esposos, amantes que habían perdido toda dicha con el ser ahora confundido en una fosa anónima o deshecho en un montón de ceniza, para ésos continuaba por siempre la peste». Para todos los demás, se acercan las vacaciones de Semana Santa.