Las peripecias de Richard Snowden y de Julian Assange muestran el elevado precio de denunciar los excesos de los controles antiterroristas que en aras de la seguridad desprecian la privacidad de las conversaciones. El episodio del adolescente británico que envió de forma discreta un mensaje con una broma a unos amigos y sin sospecharlo movilizó dos cazas del ejército del aire español es otro ejemplo de la paranoia de los servicios de inteligencia que controlan todas las charlas en el ciberespacio.
De hecho, si el terrorismo busca, entre otros perversos objetivos, empeorar la vida de los ciudadanos una de sus victorias es el hipercontrol sobre nuestras vidas privadas para combatirlo. La seguridad es muy importante en democracia, pero si llega a ser una amenaza para nuestra libertad puede convertirse en inseguridad.
Los algoritmos se comportan a veces como el agente Torrente de turno y cuando detectan la palabra «bomba», saltan todas las alarmas. Así, hoy en día se ha convertido en un peligro decirles a tu familia y amigos por cualquier canal de mensajería que te lo estás pasando bomba. Tampoco es aconsejable anunciar que de postre te vas a tomar una bomba de chocolate, que vas a explotar de risa o que te apuntas a un bombardeo.
Nuestro controlador Gran Hermano ha dejado claro que carece de sentido del humor, no le gustan las bromas y sobre todo detesta la risa explosiva.