Cuentan que Leonardo da Vinci iba por las calles de Milán observando los rostros de la gente para su obra La Última Cena, que pintó por encargo de Ludovico Sforza en el refectorio o comedor de los monjes del convento de Santa María delle Grazie. Yo podría hacer lo mismo, salvando las distancias, porque Leonardo era un genio y yo solo saco el genio cuando me enfado. Me refiero a algo más modesto, para uso particular: ir por ahí observando las caras e imaginando los posibles caracteres del traidor, del vanidoso, del samaritano, del perroflauta o del ricachón… al igual que un casting para una película intenta poner rostro a los diferentes personajes del guión.
Turistas de todo el mundo visitan la pintura que fue declarada en 1980 Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. También pueden escuchar ópera en el Teatro della Scala, cerca del Duomo y de la galería Vittorio Emanuele II.
La pintura mural representa el momento en el que Jesús les dice a sus discípulos que uno de ellos le va a traicionar. Se puede considerar una instantánea por las expresiones diversas que refleja Leonardo y en los gestos no verbales de todos los presentes. Incredulidad, negación, estupor, indignación… cada reacción es única y nos hace pensar en la diversidad humana frente al destino. Judas se suicidaría días después.
La traición ha existido siempre y seguirá existiendo. Hoy se pagan más de 30 monedas de plata. Debe ser la inflación.