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De la quijada del asno a la ojiva nuclear

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Me da mucha pena repasar la historia de la humanidad y ver cuántas guerras, cuántos desastres bélicos han empezado por esa estúpida condición tan humana de llevarnos peor que el perro y el gato. ¿He dicho humana? Inhumana debí de haber dicho. El caso es que en nuestra ya vieja trayectoria en la industria de matarnos los unos a los otros, estamos obligados a tener que reconocer que no es porque desconozcamos esa perturbadora dualidad que nos asiste y nos perturba la mente. Quienes lo saben dicen que todas las cosas tienen un principio. Nuestro maldito afán de matar los unos a los otros principia cuando Caín mató a su hermano Abel y como en sus carencias no tenía arma ninguna, dicen que agarró parte de la boca de un pobre asno que por lo visto tampoco le habría sonreído mucho    la vida, de manera que una quijada de asno le sirvió a la humanidad para abrir la lista de los muertos que llevábamos en nuestra cuenta. Desde aquel cainismo no hemos hecho otra cosa que matar, matar y matar. Algunos en esa industria son un verdadero prodigio por su seguridad a la hora de empezar una nueva guerra. Se levantan una mañana con el mantra contrario y ni cortos ni perezosos invaden Ucrania donde a día de hoy se cuentan por miles los muertos y acto seguido, como si eso fueran «pelos de cochino» hablan de una agresión nuclear y aquel en sus ignorancias mandó a su ejército y parte del ejército prestado a buscar armas de destrucción masiva por las paupérrimas montañas de Irak. Y claro, como allí no las había, no las encontró. No se le ocurrió ir a buscarlas a Rusia porque allí sí que estaba seguro que las había. Pero cualquiera se atrevía a ir allí a buscarlas. Todos sabemos donde hay armas de destrucción masiva que pueden acabar con toda la humanidad. ¿Verdad señor Bush? Pero qué inútil resulta buscar algo donde no está. Armas de destrucción masiva las hay para no dejar una sola vida sobre la faz de este viejo mundo. Algunos, en sus fiebres bélicas, hablan de llevar la guerra al extremo del no retorno porque eso es lo que pasaría en un conflicto nuclear. ¿Pero es qué nos hemos vuelto locos?

¿Para qué sirven las guerras? Algunos, en su enfebrecido afán exterminador, no les basta con empezar una guerra como a otros no les bastó los miles de muertos, los miles de heridos, los destrozos causados ni las gentes que con su miseria a cuestas abandonaban el país ante el pánico que les causaba la idea de intentar convivir con los vencedores. E hicieron bien viendo que los que dieron aquí la asonada siguieron después de terminada aquella guerra encarcelando a los vencidos, torturándolos y matándolos por las cunetas porque no les bastaba    con haber ganado la guerra. Y así dejaron las cunetas llenas de cadáveres y verdugos. Dicen quienes lo saben que solo Camboya tiene más muertos en las cunetas que España. No es un dato para sentirse orgulloso.

Somos cortos de entendederas, cortos de reflejos, pobres de bondad porque con las guerras que el ser humano ha visto y con las amargas consecuencias padecidas debería ser más que suficiente para evitar a cualquier precio ni siquiera la lejana posibilidad de una nueva guerra. Y sin embargo estamos jugando con la ruleta rusa de esa pesadilla. No echamos a barato la posibilidad de desayunarnos cualquier mañana con el inicio de un conflicto nuclear. Se necesita estar muy pasado de anestesia para llegar a crear las condiciones para que una catástrofe nuclear pueda ser posible. Desgraciadamente la mente humana está tan perturbada, tan confundida, que somos capaces de semejante barbaridad.

Cuando estudiaba, un sacerdote que me daba clases de religión y de historia, me decía que estábamos hechos «a imagen y semejanza de Dios». Si eso me lo dijera ahora no dudaría en contestarle ¡padre, no foti!, Dios es todo bondad y en el ser humano habita la envidia, la maldad, la desatada agresividad que genera hasta el cainismo al por mayor hasta sofisticar la quijada de un asno por una ojiva nuclear.

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