El profesor y arbófilo francés Francis Hallé y el periodista de la misma nacionalidad Éric Fabre han puesto en marcha un proyecto quijotesco. Consiste en promover un bosque primario en Europa Occidental, una floresta totalmente virgen, que debe crecer y envejecer sin cuidados humanos.
Sus promotores saben que nunca verán este espacio natural en su esplendor pues calculan que se necesitan alrededor de mil años para que un bosque secundario (es decir, que está condicionado por las talas y las actividades humanas) se convierta en un bosque primario en el que los árboles alcanzan su mayor altura y los suelos son particularmente fértiles.
Proponen su ubicación, aún por determinar, en algún emplazamiento de baja altitud, cuidadosamente elegido, de Europa Occidental y sugieren además que sea transfronterizo. En cuanto a su extensión la fijan en 70.000 hectáreas.
En su «Manifiesto por un bosque primario en Europa occidental» (Libros del Jata, 2022) señalan que esta extensión «puede parecer gigantesca, pero, en realidad, es la superficie de un cuadrado de 26 kilómetros de lado, lo que equivale a la superficie de Menorca, una isla que no es más que un punto en el mapa del Mediterráneo».
Al margen de que Hallé piense que nuestra roqueta es solo una mota en el mar, vale la pena poner en valor su enorme catedral arbórea europea. Una utópica idea que defiende no solo por los beneficios que los bosques nos proporcionan en el terreno climático, natural y para nuestra salud y la del planeta sino también porque, como dice el gran botánico galo, «en el bosque primario es donde se encuentran las cimas de la diversidad y de la belleza de lo vivo».