Reconocerán ustedes que hay dichos curiosos pero que al margen de su vistosidad y simpatía, pueden muchas veces resultar desconcertantes y hasta peligrosos. Uno que no ha pasado de ser un esporádico bañista de playa y costa, debo confesarles que una vez dado los cuatro chapuzones de rigor, ponía a secar mis carnes más bien a frotes de toalla que a pleno sol porque como me hubieran definido en el bravo Oeste, era y soy «un hombre blanco», demasiado blanco. Ello me ha permitido no solo disfrutar bajo mi sombrilla del variado paisaje y tostados viandantes arenosos y pringados de mil olorosos aceites, sino también poder ser de los primeros en acudir a la llamada de «la hora feliz» del chiringuito de turno, donde podías degustar dos bebidas al precio de una.
Desconozco si sigue perdurando esa costumbre o que las horas felices ya no lo son tanto y por consiguiente, como muchas otras cosas ya ha quedado en desuso. No estar constantemente en remojo también aporta determinados sellos de seguridad, sobre todo ante la imperiosa necesidad y falso orgullo de muchos de tener que dar palos al agua, lo cual me lleva a la conclusión de que cuanto más de secano seas, menos palos te llevas. También hay quien los recibe a gusto, masoquismo que jamás he comprendido solo levemente explicable si es que esperas luego recibir alguna recompensa por parte del atizador o atizadores. Estas prácticas suelen darse muy a menudo entre la clase política y los ciudadanos de a pie, tal vez por aquello de que «quien te quiere te hará llorar» o «la letra con sangre entra», vaya usted a saber.