Habías oído hablar de la inteligencia artificial, sin embargo tus conocimientos sobre ella eran mínimos. Te conformabas con decirte, en esa tesitura, que la I.A. no llegaría a progresar jamás y que, en caso de que acabara por darse, ésta se aplicaría a cuatro «chorradas». Perdonen ustedes tu supina ignorancia... Hasta que...
Hasta que hace escasos días te reencontraste con un antiguo compañero de estudios al que llevabas décadas sin ver. Y, ¡natural!, hablasteis de los divino y de lo humano, recalando finalmente en la cuestión de la I.A. Tu amigo dio muestras de unos exhaustivos conocimientos sobre el asunto, por razón de profesión y devoción. Te propuso entonces un experimento que, hasta cierto punto, te entusiasmó. Con una simple aplicación de su móvil utilizó y puso a prueba la I.A, proponiéndole que realizara una redacción sobre el descubrimiento de América. Apareció inmediatamente un cursor que parpadeaba. «Está pensando» –te espetó-. Tras segundos apareció un texto de unas sesenta líneas sobre el tema. Pero lo que realmente te dejó perplejo fue que éste estaba exquisitamente bien hilvanado. No era un mero cúmulo de datos, sino que la redacción había sido construida con una perfección gramatical asombrosa. La forma y el fondo armonizaban como dos buenos danzarines bailando un tango.
Tu compadre te sugirió una nueva prueba, aún más ardua: «Vamos a preguntarle ahora por una cuestión difícil, filosófica…» «¡Ya verás!» –añadió-. Y se lanzó al ruedo: «¿Existe vida después de la muerte?» –le inquirió a la Inteligencia Artificial de su móvil-. Tras el parpadeo, el cursor realizó un exhaustivo repaso sobre las diversas aportaciones habidas sobre el asunto, para argumentar finalmente lo que sigue (citas de memoria): «Al tratarse de un tema metafísico, no se puede dar una respuesta empírica, ni en un sentido ni en otro».
¿Matrix en estado puro? Fue un encuentro entrañable y espectacular, por la amistad que os une y por lo aprendido. A la salida de la cafetería en la que os encontrasteis te dijiste –divertido- que ya podrían aprender de la I.A. algunos de vuestros dirigentes, tanto en eso de la inteligencia, como en la sabia y bellísima traslación de ésta al lenguaje…
No obstante, ese asombro cedió luego a un pensamiento sombrío: pensaste en la fusión del átomo, en Oliphant, en Rutherford, en la década de los cuarenta, en el Proyecto Manhattan, en el éxito de la fusión nuclear producido en 1950 y en... En todas aquellas personas e instituciones que no fueron capaces de prever los efectos devastadores que un uso militar de sus hallazgos produciría y en la ignorancia de la que esos intelectuales dieron muestras con respecto a la naturaleza humana: esa esencia que empuja al hombre a utilizar generalmente lo benéfico para lo maligno... Y reflexionaste, naturalmente, en las 450 mil personas que murieron de inmediato (con el tiempo serían muchísimas más) en Hiroshima y Nagasaki... Y en las que podrían fallecer en un futuro más o menos próximo o en la propia extinción del hábitat del ser humano y su consiguiente desaparición. Quizás otro ejemplo moderno sería el uso bélico que se está haciendo de los drones…
En palabras de un arrepentido Arthur Galston al respecto: «Solía pensar que uno podría evitar involucrarse en las consecuencias antisociales de la ciencia simplemente no trabajando en ningún proyecto que pudiera tener fines malignos o destructivos. He aprendido que las cosas no son tan simples y que casi cualquier hallazgo científico puede pervertirse o deformarse bajo las presiones sociales».
Por eso prefieres optar por cultivar la inteligencia emocional y no la artificial. La segunda será capaz de construir algo revolucionario, pero la primera, y solo la primera (caracterizada por la bondad, la empatía, la regeneración neuronal, el perdón, el respeto por la naturaleza y un largo etcétera) impedirá un uso psicópata de cualquier futuro hallazgo por parte del poder. La segunda podrá crear un botón terminal, la primera imposibilitar, sin embargo, que un dedo, humano, lo apriete…