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El estribo

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Dicen quienes lo saben, que la vaca cuando no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo.    Pues eso tuvo que ser,    porque no teniendo mejor apaño en que entretenerme (cosa rara en mí), me dio por pensar en la cantidad de inventos creados por el ser humano, sobre todo esos que a bote pronto son inventos de poca chicha, sin fuste, que si no fuera por lo útiles que son, ni siquiera pensaríamos una sola vez en ellos. Fíjense en el invento español de la fregona, que hoy en día se utiliza por todo el mundo, y qué me dicen de ese otro invento que tan felices ha hecho a los niños, un palito que sujeta un caramelo y mejor nombre no podía llevar «chupa-chups», más sencillo no puede ser, el palito del caramelo debe su gloria a una ocurrencia de un español. Con esto quiero decir, que no hace falta ser un Alexander Fleming (1881), por más que realmente no inventó la penicilina, más propio sería decir que la descubrió cuando estaba estudiando un hongo, casi, casi como el pastor de cabras que les conté hace unos días atrás. Él observaba un cultivo de laboratorio, sí que es cierto, que para dar con la penicilina. El de las cabras, observó a su ganado y le regaló al mundo el café, que si no cura, sí nos hace muy felices.

Ojeando libros, vine a dar con el estribo, un invento persa que vio la luz entre el siglo VII y VIII. Puede parecer una tontuna, pero la fuerza militar en la edad media de caballería que luchaba en la Europa occidental, cambió completamente. Ya ven con algo tan aparentemente simple, una cosa tan nimia como un estribo, la relación hombre-caballo, cambió radicalmente.    Un jinete cuyo peso y fuerza gravita sobre un estribo, es por completo superior a otro cuya inestabilidad le viene de no tener en qué afianzarse.    He visto en Andalucía a un jinete cuyo cuerpo lo mantenía fuera de la silla de montar, llegar en esa inclinación realmente asombrosa a coger agua del río en la cuenca de la mano para llevársela a la boca; semejante postura solo es posible si el pie sobre el que se inclina está bien afianzado en un estribo. Los guerreros de la estepa mongol iban a galope tendido, utilizando el arco con increíble maestría gracias a los estribos.   

En una finca que llega de Alcalá de Henares a Torrejón de Ardoz, en el sentido del transcurrir del agua, hubo durante la guerra civil española centenares de caballos, eran caballos de batalla, nada de raza lusitana o anglo-árabe de fina estampa como los jerezanos, o los hermosos negros menorquines. La finca pertenecía a una familia que adoraba la equitación. El guarda mayor de la finca tenía un hija que había «liado los peines» con un mozo que trabajaba en la misma empresa que yo. Así que pensé, que como el ya no lo tenía, le susurré intentando ser convincente, que interviniera ante su chica para que yo pudiera entrar en la finca a cazar unas torcaces (tudons) en una gran chopera que había que se movía de palomas, que sesteaban en las frondas de álamos, castaños y robles. Pronto cogí confianza con uno de los guardas que solicitó del guardés permiso para enseñarme el casar. Ya se lo digo yo, algo fastuoso, con armaduras medievales, muebles antiguos y una sala que estaba el guadarnés, donde estaban    ordenadamente los avíos para preparar a un caballo para que en la pista de salto luciera como Dios manda. Recuerdo que había un poste sujeto por unas parihuelas que tenían encima 10 o 12 sillas de montar, dos eran para amazonas, el resto eran para jinete. Había también una silla mexicana que me impresionó por la cantidad de plata repujada con que se adornaba, y allí pude ver una colección de estribos, desde lo más sencillo, incluso rústico, a los que iban saturados de adornos, trabajados posiblemente por algún experto en orfebrería. Todo un despliegue de lo que uno puede permitirse si tiene buen gusto y el riñón bien cubierto.

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