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Les coses senzilles

El viejo

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Cuando era pequeño se me ocurrió que podría volar en bicicleta. Fui a ver al mecánico de bicicletas, un hombre de mediana edad, que me dijo que volar no era nada fácil: se requería una disposición especial, mucha práctica y años de experiencia. Quedé un poco decepcionado y debió de darse cuenta, porque me dijo:

-Solo existe una persona que te pueda enseñar a volar, y es mi padre.
El padre del mecánico era un hombrecito enteco, siempre tocado con una boina y provisto de una nariz protuberante como el pico de un águila. Pero tenía una gran expresión de bondad en los ojillos rodeados de piltrafa. Me dijo que para poder volar en bicicleta se requería tener un corazón muy grande.
-Yo lo tengo grande, dije.
-De hecho, soy un don nadie.
El viejo negó con la cabeza y sus ojos emitieron un centelleo misterioso. Me llevó a la cochera y me enseñó una bicicleta despintada que no hacía maldita la ilusión.
-Con esta podrías volar sin peligro alguno, me dijo. Dije que era muy vieja, y me contestó:
-Nadie es viejo en no sentirse viejo.

Sus palabras me inspiraron mucha ternura. Aquel hombre tenía casi noventa años, pero sentía la ilusión de ser joven.

Había un espejito colgado de un gancho, con el cristal muy desgastado. Dentro, vi reflejada la cara del viejo. Se quitó la boina y tenía el pelo rojo, los ojos azules, la piel tersa como un jovencito. Así era como él se veía. Comprendí que aquel espejito revelaba la imagen interior, tal vez el alma.

Me dejó montar en su bicicleta. Era vieja, pero finísima, ligera como una pluma. Me alejé calle arriba y cuando eché la vista atrás vi que el viejo me saludaba con la mano. Entonces me di cuenta de que la bicicleta había alzado el vuelo. El aire del atardecer me helaba las orejas, pero no me importaba.

Sobrevolé la culata del puerto, vi montañas lejanas, de un azul oscuro, pero rodeadas de estrellas. Bajé por una pendiente de plata. Parecía de plata, pero a lo mejor estaba llena de nieve. Regresé a la casa del viejo, despintada, con un tejado puntiagudo y una chimenea que destilaba humo.

-Volveré mañana –le dije-, con mi amiga.

La tarde siguiente volví a montar en la bicicleta del viejo, con mi amiga sentada en el portaequipajes. Ella se agarró a mi espalda. Yo pedaleé con todas mis fuerzas. Cogí carrerilla, pero la bicicleta no voló.

-No me extraña -dijo mi amiga-. Las bicicletas no vuelan.

Yo dije que aquella sí volaba y volví a intentarlo una y otra vez. Pero fue en vano.

Entonces el viejo me dijo:
-Con dos no funciona.

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