El otro día me quedé atónito con una conversación que escuché entre dos jóvenes. Una le decía a la otra que había una guerra pero no tenía muy claro entre quiénes. La otra le dijo que uno de los países era Palestina pero que no recordaba cuál era el otro. Y tampoco dónde estaba Palestina, si estaba muy lejos, en Europa, en Asia o en Oceanía. Tal vez en el Polo Sur. O en la Luna. Dudo mucho que supieran que en Israel viven judíos y qué es un judío. Pero lo que me llamó más la atención es que se puede vivir fuera de la monopolización de las noticias, de lo que sucede alrededor, de lo que hay más allá de lo que abarcamos con nuestros propios brazos. La ignorancia puede minimizar las cosas trascendentales, aquellas con las que nos desenmascaramos de una vez por todas y mostramos nuestra genuina esencia como si se tratase de dos contendientes que suben al ring, aquellas por las que realmente merece la pena luchar. Bendita ignorancia o no, tampoco es cuestión de que te inviten a pasear por la Franja de Gaza como le dijo Ayuso a Mónica García.
Que una persona apoye a la causa palestina no significa que sea un suicida. Además, se supone que si invitas a alguien es porque tú tienes conocimiento personal de aquel lugar, o sea que has paseado antes, y me parece que tampoco a Ayuso le gustaría pringarse el maquillaje con el polvo del desierto ni pisar escombros con zapatos de tacón. No por defender a los palestinos estás a favor de Hamás ni eres antisemita, ya que semitas también lo son los palestinos por si no lo sabía la señora presidenta, que gusta de apodar a los que no convergen con su forma de pensar. ¿Resulta extraño en algunas mentes que se exija la misma solidaridad con un niño judío que con un niño palestino? Pero, claro, es pedir peras al olmo a una presidenta que en plena pandemia optó por aquellos que tenían un seguro privado abandonando a su suerte a los ancianos en las residencias.