Rigoberta Bandini canta una canción que me gusta mucho. Dice: «Porque si yo fuera una perra/todos estos miedos/
se disiparían y viviría en armonía y libertad/creo que toda mi existencia/
sería mucho más amable y liberal». Es decir, una mujer explica con ironía e inteligencia las ventajas de haber nacido perra en lugar de mujer, quejándose de su condición humana.
La canción siempre me ha hecho gracia. Me parece un juego hábil de palabras y significados. Se trata de darle la vuelta a una expresión tradicionalmente peyorativa para convertirla en algo positivo y sinónimo de libertad.
A las mujeres, desde hace siglos, se nos ha llamado «perras» como forma de insulto. Rigoberta Bandini establece el paralelismo entre la condición humana y perruna, advirtiéndonos de que para una mujer de hoy ser perra, en el sentido literal de la palabra, podría resultar muy favorable: «porque nadie me puede prohibir ladrar». Se trata de una aguda crítica a la condición de la mujer y de una reivindicación de su libertad.
Pensaba en esta canción a raíz de un comentario que me hicieron unas chicas adolescentes. Me explicaban una forma nueva de deshacerse de los «pesados de turno», los chicos que no gustan pero que no desfallecen a la hora de perseguir a una chica en un bar, una verbena o una discoteca. Imaginémonos la escena: dos amigas están bailando o conversando al son de una música. Aparece entonces el típico moscón pesado y con ganas de juerga. Les habla, intenta llamar su atención, pretende invitarlas a beber. Ellas al principio actúan como si fuese invisible. Después le dan señales claras de indiferencia o incluso de rechazo, aunque él no se da por aludido. Llegado a un cierto límite, las dos chicas se quedan mirándole fijamente y empiezan a ladrar al unísono. Son ladridos salvajes, de perro encolerizado, a punto para morder. El presunto ligón siente sorpresa, desconcierto, puede que incluso horror. Se da la vuelta y las deja en paz. Ellas siguen bailando. Ser perras las ha salvado.