«Una ciudad está compuesta por diferentes clases de hombres; personas similares no pueden crear una ciudad» (Aristóteles).
Según la mitología griega, el laberinto donde Minos, rey de Creta, recluyó al Minotauro estaba formado por una confusa sucesión de intrincados corredores, tortuosas cavernas, cruzadas y entrecruzadas galerías de tal modo que le resultara imposible encontrar la salida a quien se hallara en su interior. El espacio central se describe como una gran sala con paredes de mármol que acogía un inmenso trono ocupado por aquel monstruo con cabeza de toro llamado Asterius, siempre hambriento de carne humana.
Para dar muerte al Minotauro, Teseo se pertrechó de un puñal envenenado y de un ovillo de hilo que fue desenrollando en su avance hacia el interior de la guarida mientras, afuera y sosteniendo el otro extremo, la princesa Ariadna aguardaba su regreso. De este modo, y de resultar victorioso, el hilo guiaría a Teseo y sus jóvenes acompañantes hacia la salida del laberinto.
Aquel no era un lugar abierto al aire libre, a la luz, a la vida. Las superficies del laberinto de Creta estaban divididas por una maraña de muros invisibles desde el exterior. Ahí viene la cuestión. ¿Cómo y bajo qué orden imaginó Dédalo, el arquitecto, dicho espacio?
Tanto los documentos y restos de la civilización sumeria como la del antiguo Egipto que se conservan, ofrecen múltiples ejemplos de la preponderancia del elemento geométrico en el diseño de ciudades, edificios y jardines.
Artificios humanos basados en rectas, cruces y rectángulos, todos ellos bajo la ley de unas composiciones protagonizadas por la presencia de un espacio central donde, como en el laberinto de Asterius, se encuentra el ágora, la gran sala o el estanque.
Esta semilla germinó temprana en la isla de Creta. La cultura minoica formalizó un urbanismo cuyo mejor exponente fue la ciudad de Knossos, una aglomeración urbana crecida en torno a un núcleo palaciego y un espacio abierto para celebraciones festivas o reuniones políticas. Una población y una arquitectura, en suma, cuyas trazas sugieren el uso de las cuerdas en la división de la tierra y el alzado de los muros. Así pues, los cretenses emplearon la retícula, ese sistema desarrollado por las dinastías egipcias que, recogido por la cultura helénica, los agrimensores romanos, los tratadistas renacentistas y los ingenieros militares dieciochescos, alcanza hasta la ciudad de nuestros días.
Conviene ahora profundizar en el uso de este esquema tradicional en los movimientos cotidianos. Los habitantes de las mallas urbanas, de estas fantásticas urbes donde vive más de la mitad de la población mundial, «diagonalizamos» nuestros recorridos atravesando físicamente el interior de la retícula. Siguiendo nuestros intereses, gustos o preferencias, las personas reconocemos el territorio urbano gracias a las esquinas que nos permiten tanto la orientación sobre los dos planos de referencia como acortar distancias y alcanzar los objetivos propuestos mediante su recorrido en quebrada diagonal.
De retorno a la mitología griega, esta nos relata cómo, tras acabar con el monstruo, Teseo y aquellos jóvenes y doncellas que constituían el sangriento tributo anual de Atenas al rey Minos recorrieron, siempre guiados por el hilo de Ariadna, los zigzagueantes pasillos que condujeron a su liberación. A mayor abundancia, y ya en la ruta de regreso hacia Atenas, se cuenta que los jóvenes inventaron la «Danza de la Grulla», todos en fila y agarrados de las manos, corriendo y trazando diagonales como si se movieran por el interior del Laberinto. En definitiva, evocando la imagen de aquel paraje tan solo reconocible por la longitud del hilo y los giros en las esquinas.
Y es, justamente, la referencia a dicho movimiento en diagonal la que nos confirma que fue la malla urbana de la ciudad clásica, aquella que hoy organiza nuestras vidas mediante calles, edificios, vacíos y llenos, aquella donde es imposible separar arquitectura de ciudad, uso de forma o movimiento de lugar, la elegida por Dédalo para la formalización del mitológico palacio de Asterius, el Minotauro.
Un cruel mundo subterráneo, de retícula oscura y ausencia de fachadas, que contrasta con la luminosa racionalidad de nuestra ciudad moderna en cuyas encrucijadas aprendemos muchas cosas. Es a la vuelta de la esquina donde, como Teseo, desafiamos el peligro que quizá nos acecha, pero que también nos sirve para comprender la ciudad, saber algo más del mundo e incluso avanzar en el difícil proceso de aceptación de nosotros mismos.
Nota: El presente escrito ha sido elaborado como colaboración para el libro-catálogo de la exposición dedicada a la fotógrafa Gianna Carrano bajo el título «Ariadna y el mito del laberinto», de próxima aparición.