Están ahí, sentadas cómodamente con un pie sobre tu cabeza y el otro pisándote el alma. Son restos recientes por los que has pasado en otras ocasiones, año tras año pero que ahora emergen a la superficie con la fuerza de un submarino. Te autoanalizas porque en el fondo eres quien mejor te conoces y no te vas a mentir porque sabes que quedarías pillado a la primera. No acabas de dormir con la suficiente relajación y te despiertas agotado como si hubieras dado dos veces la vuelta al mundo, al tuyo quiero decir que es más largo y complicado.
Te dices que eso va con la edad, que haces demasiados castillos en las nubes, castillos de arenosos torreones que acabarán por el suelo al primer desaliento. Al rato caes que probablemente todo venga a que no cerraste del todo esas dos ventanas primaverales, la del cambio horario y la de los efectos propios de esa estación. Nunca te ha gustado eso de tener que adelantar y atrasar las horas y mucho menos que te hayan obligado a ello, eso sumado al peregrinaje casero que debiste hacer para poner en hora todos esos relojes que no cambian automáticamente. Y qué pasa con eso de que «la primavera la sangre altera»? Pues qué quieren que les diga, que la llevamos alterada a tope, que saltamos a la primera, que morderíamos a nuestro vecino aunque nos amara, pero sobre todo a esos emisores de oscuridades y sombras alargadas que intentan acabar día a día con tu paz y tranquilidad.