Hace mucho, mucho tiempo, aunque tampoco tanto, en una pequeña isla de nombre desconocido en medio de un inmenso mar, vivía un pueblo honesto, sencillo y trabajador. Estar en el margen de la geografía les había dejado, también, al margen de la historia, más allá de algunos acontecimientos remotos que habían salpicado, siglos atrás, sus costas. De espaldas al mundo y a sus problemas, la isla era cuna de unas gentes humildes que cultivaban la tierra, criaban ganado, pescaban y se dedicaban a oficios tradicionales, como hicieron sus padres y, antes que ellos, sus abuelos, desde el principio mismo de los tiempos.
Las hojas de los calendarios se sucedían, al igual que las hojas de los árboles en el otoño, como lo hacían también las generaciones, sin grandes cambios, sin más algarabías que las de sus fiestas tradicionales, sin otras preocupaciones que las que traía el tiempo, las cosechas o la mala mar, que a veces les dejaba totalmente aislados del continente, sin más efecto que retrasar la escasa correspondencia con el exterior. Los isleños, a su manera, con sus costumbres, eran felices. O eran, al menos, tan felices como lo podía ser cualquier otra persona que viviera una vida así de sencilla y tranquila. Sin grandes ambiciones, tampoco hay espacio para grandes envidias.
Sin embargo, en un día inopinado de verano, una pareja de hermosos monipodios llegaron volando hasta una de sus extensas playas. Son los monipodios unas aves de bello plumaje propias de climas más septentrionales. Sin ser migratorias per se, su compleja etología incluye largas incursiones a cientos e incluso miles de kilómetros de sus regiones de origen, sin otro motivo aparente que ver nuevas tierras o pasar algún tiempo lejos de las suyas, disfrutando de un clima más cálido.
Este hecho, en apariencia intrascendente, puso en marcha un cambio sin precedentes en la historia de la isla. Los monipodios, al anidar o cuando deambulan por tierra, pierden de forma natural algunas de sus coloristas plumas. Los isleños, deslumbrados por la belleza de las mismas, empezaron a recogerlas para intercambiarlas por otros productos. Por su rareza, su valor era alto, por lo que hacerse con alguna de ellas era toda una suerte para los locales.
Algunos de los habitantes más intrépidos, tratando de conseguir las preciadas plumas, fueron hasta los arenales en los que había anidado la pareja de monipodios. Se acercaron hasta el nido, que los monipodios custodiaban, y, para ganarse el favor de las aves, les ofrecieron comida. Los monipodios, que comparten funciones cerebrales superiores con la familia de los córvidos, entendieron rápidamente el mecanismo y empezaron a entregar plumas a sus visitantes a cambio de más alimentos y atenciones. Unos y otros comprendieron los beneficios del intercambio comercial.
Al acabar el verano, para desesperación de los recolectores de plumas, los monipodios emprendieron el vuelo de vuelta hasta sus tierras natales. Sin embargo, al inicio del siguiente verano, una docena de parejas de monipodios aterrizaron de nuevo en las playas de la isla remota. Al parecer, la pareja original había comunicado a su grupo familiar la belleza de la isla y la solicitud para con ellos de sus habitantes, que les ofrecían la mejor comida a cambio de entregarles unas pocas plumas, de esas que, en cualquier caso, cambiarían al acabar el verano.
También los isleños habían compartido las historias de los éxitos de los primeros en acercarse hasta las aves durante el primer verano, y fueron muchos más los que dejaron sus trabajos para dedicarse en exclusiva a atender a los monipodios durante el verano para conseguir su preciado plumaje. Nacía así la novísima industria monipodista, conocida también como el monipodismo.
Año tras año, cada vez fueron más los monipodios que visitaron la isla y, por ello, un número cada vez mayor de isleños abandonaron sus ocupaciones tradicionales para ponerse al servicio de esta nueva industria. Las plumas fluían ya por doquier pero, pese a no ser ya raras, seguían siendo muy cotizadas, por lo que su valor no decaía.
El monipodismo se fue convirtiendo así en la principal actividad de la isla y, al crecer, se fue también profesionalizando. Un visionario pensó que ir recorriendo las playas en busca de nidos de monipodios para llevarles comida suponía demasiado tiempo para tan poco beneficio, y decidió construir en esas zonas grandes aviarios. Estas gigantescas estructuras de hormigón ofrecían a los monipodios unos nidos con mejor resguardo, y, a los aborígenes, la capacidad de recoger muchísimas más plumas en un lugar concreto.
El éxito de la iniciativa hizo que pronto se construyeran altísimos aviarios de hormigón en casi todas las playas de la isla, lo que, a su vez, provocó que más y más monipodios acudieran en bandada cada verano hasta ellos. El flujo inacabable de plumas hizo que la proverbial riqueza de la isla atrajera a muchas personas de otras tierras, dispuestas a lo que hiciera falta con tal de conseguir ese preciado trofeo.
Así, los oficios tradicionales se fueron abandonando, uno tras otro, en pos del lucrativo monopodismo. Se dejaron de sembrar los campos, se abandonó la cría de animales, quedaron en tierra las barcas y se olvidaron los oficios de siempre: todo pivotó por y para los monipodios y su bienestar. Las plumas trajeron riqueza y, con ella, envidias. No bastaba ya con recoger plumas, que era considerado casi una indignidad: lo importante era tener aviarios. Y los isleños empezaron a construir también aviarios en sus propias casas, poniendo primero nidos en sus terrazas, pero abriendo después habitaciones para dar cabida a más y más monipodios. Los recolectores de plumas ya eran todos asalariados, gente de fuera de la isla que venía a atender las bandadas cada vez más multitudinarias que se posaban cada verano allí.
Y así, un pueblo entero olvidó quién era y una isla completa arrasó su paisaje en favor del monipodismo. Apenas llegan hoy noticias de aquella próspera tierra. Parece ser que se confirma el malestar creciente de sus habitantes, a los que ya no les compensa tanto el negocio de las plumas. Por más plumas que consigan, por lo que me cuentan, no son capaces de conseguir una casa en la que vivir, ya que están todas ocupadas por nidos para monipodios o por recolectores de plumas. Los mayores del lugar, en su día defensores de la implantación del monipodismo, hoy reconocen abiertamente que se equivocaron. Que no valía todo con tal de conseguir más plumas. Que fue un error.
Además, algunos monipodios fieles en su migración anual a la isla han ido recortando su estancia, e incluso dejado de acudir ya a su cita veraniega anual. Las autoridades de la isla, sorprendidas, han decidido enviar emisarios a las tierras de origen de los monipodios, para tratar de convencerles de las bondades de la isla, para recuperar el flujo de plumas. En paralelo, han aprobado subvenciones para mejorar las instalaciones de los aviarios, apostando por atraer monipodios de mayor y mejor plumaje, dado que uno solo de estos monipodios puede dejar más plumas que media docena de los monipodios comunes, más ralos.
Las últimas noticias que he recibido de aquella remota tierra confirman que sus ciudadanos han empezado a organizarse para tratar de que, al menos, no se construyan más aviarios. Otros, más radicales, están planteando incluso movilizaciones para espantar monipodios. Que cada uno saque sus propias conclusiones sobre lo que pasó en aquella isla lejana, pero creo que, a falta de más datos, dejarlo todo por el monipodismo puede ser una apuesta arriesgada. Si avistan alguno, sean amables con los monipodios: la culpa, en realidad, nunca fue suya.