El Estado chino está alarmado por la falta de niños, aunque cuando paseas por las calles de cualquiera de sus ciudades ves muchos más niños y menos ancianos de los que se ven en las nuestras. Treinta años de política del hijo único han mermado las nuevas generaciones y esos críos que nacieron en los noventa y los dos mil no tienen hermanos ni primos, no saben ni de lejos lo que es una familia numerosa. Así que es lógico que no se vuelvan locos, ahora que son adultos, por formar una. Debe ser un concepto abstracto para ellos. Pero esa es solo una de las muchas facetas que tiene el problema demográfico chino. El otro es más obvio y, como una pandemia, lo compartimos en todo el mundo desarrollado. Los jóvenes se ven abocados a matarse a trabajar para alcanzar unos ingresos dignos y ni siquiera así pueden costearse el alquiler de un pequeño estudio. Lo que desde fuera parece solo una dictadura comunista, por dentro es también un feroz sistema capitalista, donde los precios se disparan, la especulación prolifera y la vivienda se ha convertido en un bien escaso y carísimo, un auténtico lujo. Ninguna mujer joven china quiere permitirse interrumpir su carrera profesional, ultracompetitiva, para quedarse embarazada, parir, amamantar y criar a un bebé que no hará más que ponerle una soga económica al cuello. El Estado anima a las parejas a casarse y a procrear, dicen, pero ¿con qué métodos? En un país reacio a aceptar una inmigración masiva que no haría más que agudizar el problemón habitacional, el único que sé con certeza que podría cambiar la situación es conceder a cada mujer que tenga al menos un hijo un sueldo vitalicio y generoso. Si creen que eso sale caro, que prueben a seguir como estamos.
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