Los periodistas a menudo tenemos datos y material que nunca se llegan a publicar. Muchas veces es una suerte de autocensura que nos imponemos para no dañar al lector, para no hacerle sufrir con cuestiones demasiado crudas. Ocurre con las fotos de determinados accidentes, sucesos o guerras. A diario llegan al periódico cientos de instantáneas captadas en Gaza, en Ucrania, mucho menos en Sudán y otras zonas en conflicto porque no están «de moda» y las agencias internacionales no envían allí a sus fotógrafos. Pero aquí cerquita, en el terruño que disputa Putin, se producen escenas que nadie desearía ver mientras desayuna su café con leche y su ensaimada. Las descartamos y elegimos otras más ‘llevaderas’, como una casa destruida o los restos de un misil humeante en el suelo. Me pregunto hasta qué punto esas decisiones encajan en la ‘veracidad’ que se nos exige a los informadores. Porque luego ocurre que un tarado sin escrúpulos como Zelenski le pide permiso a un octogenario gagá como Biden para seguir jugando a la guerra y arranca un delirio que no sabemos dónde va a acabar. En Kiev hay un muro de los caídos con miles y miles de retratos de hombres jóvenes que sus hijas y viudas visitan para llorar.
También hay cientos de hospitales donde intentar rehabilitar sus vidas miles de jóvenes mutilados, sin piernas, sin brazos, con el cuerpo y el cerebro destrozado por la metralla. Eso es la guerra, nada más. Muerte y destrucción, dolor y lágrimas. ¿Todo por un territorio que no le importa a nadie? Solo es tierra, kilómetros de tierra. ¿Qué nos puede importar que quede a un lado o al otro de una frontera? ¿No son infinitamente más valiosas esas decenas de miles, dicen incluso que millones, de vidas?