Podía haberlo titulado también el olor de mis paisajes ya que no deja de ser curioso el hecho de vincular un paisaje con un olor. Tengo muy paseadas las calles de mi querida Ciutadella y recuerdo con añoranza los días previos a la Semana Santa cuando las amas de casa cargan con una tabla de madera para llevar sus formatjades o cuando llevan un tià con una paletilla de cordero oliendo a cordero al horno con azafrán o pasar por delante de la puerta abierta de un horno de leña que huele a coca y a pan, calles que huelen a fritanga y a vino. A veces nos invade el embriagador olor que procede de frasco pequeño, el que usan las mujeres cuando van perfumadas, envueltas en el misterio de promesas por cumplir.
Aunque parezca raro, hay recuerdos que me resultan amables al pasar ante los establos de una ganadería de vacas estabuladas, tan distintas y distantes del ganado menorquín que campea mordisqueando la hierba de la que se alimenta; luego, en los establos del lloc, dejarán la huella olfativa de su presencia, de ordinario con otro olor asociado que emana de esos grandes envases que contienen el follaje que el pagès menorquín reserva para cuando el agro rural se vuelve tacaño y no queda una mala tocha de hierba para llenar la panza de su ganado. Ese forraje almacenado en torno a la quintana de un lloc con ganado vacuno, desprende un olor característico que imagino proviene del conservante que se les aplica. A escasos kilómetros de donde vivo, a mi derecha y a mi izquierda, tengo dos granjas de vacas frisonas adonde acostumbro a ir de tarde en vez para que mis recuerdos no dejen de alimentarse. Las vacas de aquí huelen igual que las de allí. Recuerdo cuando hice la ruta de los quesos franceses, que a menos de un kilómetro de haber pasado la frontera francesa, percibí el fuerte e inconfundible olor de una granja de cerdos. Al llevar María su ventanilla bajada, nos invadió una tufarada perturbadora a granja de cerdo, «¡anda María, cierra la ventanilla que en Francia los cerdos huelen igual que en España!».
Recuerdo con profunda nostalgia el suave olor de mi perra Lluna a la que María lavaba todas las semanas. Lluna pasaba a mi despacho, se tumbaba en la alfombra sobre la que yo pongo los pies, poniendo siempre su hermosa cabecita en uno de ellos y allí se quedaba aunque fueran varias horas. Alguna vez aparecía María trayéndome un café y una chuche a Lluna. «¿Qué?» y yo contesto: «nada, nada… bien todo, incluso Lluna está aprendiendo a ladrar en tres idiomas». «Hijo mío», dijo María, «convendría que te lo hicieras mirar».
Recuerdo el agradable olor de una marina menorquina en las mañanas de esclata-sangs y el olor que estimula los recuerdos gastronómicos de unas setas de cardo. Pero pocas cosas son más estimulantes para los sentidos gastronómicos que los efluvios de los restaurantes de siempre en Segovia, Pedraza, Sepúlveda o Jadraque. Mis archidiócesis de los asados donde siempre principio con unos judiones de la granja y en temporada unos esclata-sangs a la brasa del crepitar de la madera de encina.
Se me quedó muy adentro el peculiar olor de la sabana africana por las veces que he estado en ella. En ningún otro lugar he sentido tan esplendorosa la diversidad de una naturaleza tan bella y a la vez tan peligrosa que la hace única. No son pocos los que todos los años pagan con su vida haberse descuidado mal valorando la rapidez de un ataque de leopardo o una carga de rinoceronte o de elefante.
Recuerdo el olor salobre del mar, el de todos los mares que he conocido, sobre todo el olor de las playas y calas menorquinas. También recuerdo con nostalgia el olor de las almendras mojadas aún con su piel de mis otoños campesinos. Y el olor de las bodegas de vino que he visitado en la Rioja o Andalucía.