No es lo que abunda, ciertamente. En un mundo donde brillan más de la cuenta los dirigentes indecentes y hasta asesinos -no todos lo son, por fortuna- encontrarnos con alguien que utilizaba su elevada posición y una autoridad reconocida en beneficio de todos los pueblos es francamente ilusionante. Es el caso de los últimos papas, señaladamente Francisco, que nos acaba de dejar. La historia del papado registra una serie de individuos que parecen haber sido escogidos por los enemigos de la Iglesia. No todos son iguales, es verdad, pero algunos son más iguales que otros y sus comportamientos tal vez no llamaron la atención de sus contemporáneos, porque el ambiente en las altas y bajas esferas dejaba mucho que desear, pero contemplados desde las exigencias que muchos nos imponemos en este tiempo nos producen escándalo por el envilecimiento de que dieron muestras. Los hubo santos, sin duda, pero nos sorprende comprobar que un número elevado de ellos fueron depravados y corruptos.
¿Qué decir de Bonifacio VIII, de carácter arrogante, que hasta se hacía levantar estatuas, o del lujurioso Clemente VI? ¿Qué pensar de Alejandro VI, el valenciano Rodrigo Borja, que a los veintiséis años ya era cardenal, tal vez el más rico e influyente entre los de su clase, mundano a más no poder, que se llevó a su familia (cuatro hijos se le atribuyen) a vivir en las estancias vaticanas? Muchos papas y dignatarios eclesiásticos vivieron aferrados al dinero, el poder y el sexo, en línea con lo que es frecuente entre los poderosos de nuestro mundo, pero que ofende a los sinceros creyentes.
No son inventos de los adversarios ni figuraciones de los resentidos, porque basta asomarse a una ortodoxa «Historia de la Iglesia católica», preparada por los jesuitas Ricardo García Villoslada y Bernardino Llorca, en la prestigiosa Biblioteca de Autores Cristianos, para toparnos con datos y juicios que avergüenzan a cualquiera. Hemos oído con frecuencia que sólo una Iglesia asistida por el Espíritu Santo puede sobrevivir dos mil años a la podredumbre y a la gangrena que en ocasiones se propagaba y de las que nunca se ha visto libre del todo.
Frente a estos golpes a la rectitud y la integridad de la Iglesia hemos de constatar el evidente alivio de los últimos tiempos. No es cuestión de analizar el pontificado de quienes alcanzaron esta dignidad en los siglos más recientes, pero bien merece que nos detengamos en la figura de Francisco, consciente como lo fue Juan XXIII del giro que necesitaba la Iglesia para situarla en una línea evangélica. Y con este espíritu por bandera actuó de forma decidida, aunque no lo vieran todos de la misma manera, ni siquiera algunos de los que se movían en su cercanía, empeñados en poner trabas a sus ruedas.
NO LOGRÓ TODO LO QUE SE PROPUSO, pero trabajó denodadamente en apoyo de las minorías marginadas, en especial de los migrantes; en defensa de la tierra, la casa común que nos alberga y que nos empeñamos tenazmente en destruir. Quiso que las mujeres tuvieran el reconocimiento que merecen, también dentro de la Iglesia. Se situó contra las injusticias y las desigualdades. Alzó la voz contra las guerras que asolan el planeta, producto de la ambición y del avasallamiento. Trabajó para poner orden en los bienes que los fieles han puesto en sus manos para que lleguen a los más necesitados. Intervino personalmente para atajar la pederastia de clérigos pervertidos, aunque todos no le siguieran con la misma firmeza en su cruzada. «El que no vive para servir, no sirve para vivir», proclamó. Así intentó vivir su vocación.