Necesitamos de la fe tanto como de la certeza. Desde que triunfó el racionalismo —y su aliado el materialismo—, priorizamos la seguridad del conocimiento y la posibilidad de control que conlleva. Ansia de control, de poder y de riqueza suelen ir siempre de la mano. Con la inteligencia artificial hemos querido replicar esa capacidad de la razón humana e incluso superarla.
Pero cuando las certezas fallan, la ambición nos destruye o nuestra vida pierde sentido y quedamos convertidos en simples piezas de un engranaje desalmado, solo la fe puede salvarnos.
Cuando pensamos que lo sabemos todo, ocurre lo imprevisible, lo que era impensable momentos antes: caen las Torres Gemelas, empieza una crisis económica global, sufrimos una pandemia de dimensiones planetarias, Rusia invade Ucrania, o un apagón deja al país a oscuras… Tras fallecer el Papa, millones de personas están pendientes del sucesor, surgiendo las inevitables quinielas. La palabra cónclave significa «cerrado con llave». Los cardenales se reúnen a puerta cerrada para votar. Aislados del mundo. Aunque dice el Evangelio de San Mateo: «donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
La realidad nos sorprende, nos sobrepasa, nos desborda. Siempre queda la esperanza. Es entonces cuando frente a la enfermedad de la soberbia que nos endiosa y nos hace creernos superiores, solemos recibir una buena y benéfica cura de humildad.