Síguenos F Y T I T R
Hoy es noticiaEs noticia:
La hora del erizo

Sobre el apego al patrimonio

|

En un artículo reciente en este Diario («Estimes d’origen», 12 de Mayo), Miquel Camps escribe que la estima por un territorio puede ser de origen o de adopción. Lo importante es saber distinguir entre aquellos que sienten estima por la Isla y los que no; y Camps, con acierto y con una ecuanimidad que le honra, afirma que en cada uno de los dos grupos hay quien siente estima por la Isla y quien no, con todos los matices del caso. Hay quien, apegado a su origen, ha conservado intacta su propiedad; hay quien la ha vendido a algún forastero; hay forasteros que han adquirido propiedades con objeto de mejorarlas para afincarse en ellas; hay quien ha venido a Menorca para aprovechar una diferencia entre precios de compra y precios de venta.

Esta es, escribe Camps, una situación compleja. Desde luego; si cualquier interés de cualquier ciudadano hubiera de recibir idéntico trato, sería una situación irresoluble.    Pero las cosas no son así, porque hay por lo menos un objetivo que debe interesar a quienes sienten afecto por la Isla: mantener el capital, preservar un patrimonio que es de todos. No, un forastero no se atreverá a ofrecer una definición precisa de ese patrimonio. Quien no tiene más interés que disfrutar de lo que solo se encuentra en Menorca puede ver cosas que lo mejoran y conductas que lo perjudican.

Un objetivo general ha de ser redimensionar la oferta, a un valor que no sea el de la semana más concurrida de agosto sino un promedio de varios meses. Ese objetivo permite, según argumenta el economista Miquel Puig, crear empleo más estable, con personal mejor formado y mejor remunerado, a la vez que mejorar la calidad de la estancia para el turista. Un componente de esa oferta, el alquiler turístico, debe ser estrictamente regulado para evitar su influencia sobre el precio del alquiler residencial. No más carreteras, aunque una mejor conservación de los caminos vecinales no estaría mal, como un control de la circulación con sanciones de inmediato cobro. Sobre las hectáreas de césped, los aljibes convertidos en piscinas y los parques acuáticos a quinientos metros de la costa no vale la pena hacer comentarios.

El cómo llevar a cabo esas actuaciones es un asunto de técnicos y políticos, pero hay tres cosas que están al alcance de todos: la primera es que las reglas han de aplicarse lo mismo a los de dentro que a los de fuera. La segunda, que el turista, doméstico o extranjero, no sienta que puede hacer aquí lo que no se atrevería a hacer en su país: la permisividad no es un activo de la Isla: no da un turismo de calidad, ni aún menos un país de calidad, sino al contrario. Ejemplos tendrá el lector.

La última merece párrafo aparte: se ha de ver que las normas se cumplen estrictamente, empezando por las urbanísticas, pero llegando a los papeles en el suelo. Ese cumplimiento separa a los países que llamaríamos civilizados de los que no lo son. La exigencia viene de antiguo, y deberíamos haberla aprendido en el colegio de la carta que Don Quijote escribe a Sancho Panza, a la sazón gobernador de la Ínsula Barataria: «No hagas muchas pragmáticas [leyes],  y si las hicieres procura que […]  se guarden y cumplan; que las leyes que no se guardan dan a entender que […] quien tuvo inteligencia y autoridad para hacerlas, no tuvo valor para hacer que se guardasen». A buen entendedor, media palabra le basta.     

Sin comentarios

No hay ningún comentario por el momento.

Lo más visto