Hace poco leí una teoría que me explotó la cabeza. Versaba sobre el mercado laboral y se retrotraía a la Antigüedad para avanzar hasta hoy explicando cómo los empresarios han configurado la sociedad y la historia en su búsqueda permanente de mano de obra barata. Obviamente, el relato comienza con la esclavitud, que duró milenios. La crisis que provocó su abolición fue bíblica. La práctica de recurrir a obreros lo más baratos posible se cebó también en el trabajo infantil. La revolución industrial mejoró la vida de los trabajadores porque gran parte del esfuerzo lo hacían las máquinas, y también surgieron los sindicatos para luchar por unos derechos hasta entonces desconocidos.
Las guerras mundiales supusieron un curioso experimento: con los hombres en el frente, fueron las mujeres quienes se encargaron de la producción fabril. Y eso les dio a los magnates la idea que necesitaban para abaratar los salarios, demasiado exigentes ya entre los varones. La supuesta revolución laboral femenina no respondía a otra cosa que a la necesidad de bajar sueldos. Ellas, nosotras, trabajábamos por menos. Esto le da una vuelta de tuerca a todo lo que creíamos sobre feminismo y liberación, ¿no? Cuando eso se asimiló y las señoras empezaron a cobrar lo mismo que sus compañeros, inventaron la deslocalización.
Siempre habrá un tercer mundo al que enviar la producción. Pero, ay, los chinos también quieren vivir bien. La siguiente apuesta ha sido llenar Europa de gentes del tercer mundo que, de momento, se conforman con trabajar por menos. Quienes sustentan esta teoría creen que ya solo queda una baza factible en el horizonte: una nueva guerra masiva que nos recorte los pies y las alas. Volver a la casilla de salida.