El semanario inglés «The Economist» dedica esta semana un informe especial a Europa. El título de este artículo resume el veredicto. Aunque el informe no menciona a Menorca, parte de su contenido es aplicable a lo nuestro.
Europa, según el informe, tiene mucho en qué pensar: guerra en Ucrania, Trump en EEUU; ha perdido su oportunidad de estar entre las grandes potencias, sus empresas son de segunda división, no sube al podio en las pruebas estrella de la competición global (crecimiento, productividad, innovación). Y sin embargo parece que lo más importante para los europeos en este momento son los planes de vacaciones.
«Una autocomplacencia insoportable», dice el informe. Con ello parece indicar que deberíamos proponernos ante todo sentarnos a la mesa de los grandes, ser líderes en productividad e innovación, crecer como los que más. ¿De verdad es eso lo que más nos conviene? Tras décadas de un crecimiento solo interrumpido en contadas ocasiones vemos que los frutos de ese crecimiento han agravado las distancias entre pobres y ricos, dentro de los países y entre países. ¿Creemos que más de ese crecimiento va a reconducir sociedades que esa desigualdad ha polarizado? La mesa de los grandes se configura como un campo de batalla. ¿De verdad necesitamos ante todo ser un comensal más?
Hemos de admitir que Europa es parte de un Occidente que sueña en su antigua grandeza y no sabe que se encuentra en decadencia. En negarlo reside nuestra autocomplacencia, que nos convierte en la burla del resto del mundo, pero no hemos de avergonzarnos de que entre nosotros queden aún residuos de decencia: del sentimiento de que todos formamos parte de una comunidad, y que una sociedad debe conseguir que cada uno de sus miembros tenga algo útil que hacer y derecho a una vida digna. En resumen: podríamos hacerlo todo mejor, algunas cosas mucho mejor, pero no es necesario por ello renunciar a construir una economía que quepa en una sociedad más justa. Ésa es la diferencia que separa a Europa de otros países de Occidente. No es solo que, como dice el informe medio en broma, «somos menos ricos, trabajamos menos, pero estamos más morenos en agosto».
Una segunda crítica del informe nos hiere en lo más vivo: «Un rasgo particularmente decadente de Europa», dice, «ha sido posponer los problemas hasta que estos se hacen tan agudos que resolverlos cuesta una fortuna». Ya no se nos echa en cara la autocomplacencia: se nos acusa de dejadez, un defecto que parte de la vagancia para llegar al abandono. Un defecto cuyo hábitat preferido, aunque no exclusivo, es el ámbito público. A veces se esconde tras el llamado silencio administrativo: peticiones ignoradas, consultas sin respuesta, expedientes que se pierden, trámites que se eternizan. En ocasiones generan voluminosos estudios que terminan en un cajón, un hábito favorito de toda burocracia (¿se acuerdan del Informe Letta?¿Del Informe Draghi? Ambos son del 2024).
Reconozcamos que la acusación de dejadez es merecida. En Menorca la limitación del número de visitantes en temporada alta es una necesidad palpable. Alguien se quejaba el otro día de que los turistas se sentían discriminados por los residentes, que los consideraban molestos. Es inevitable: no es la persona del turista lo que nos molesta, sino el número de ellos, y el incordio que, en todos los órdenes, sigue a la masificación. La solución está en limitar ese número. Se conocen medios de hacerlo. Sabemos que ganaremos todos como habitantes de la Isla, pero habrá quien perderá, como ocurre con todo cambio, y habrá que pensar en compensaciones cuando proceda. La pregunta sobre la limitación del número de vehículos de alquiler y del alquiler turístico surge una y otra vez en intervenciones públicas de las autoridades. El interpelado, sea quien sea, responde, imperturbable, que un estudio está en curso.
Y así va pasando el tiempo, la situación se va haciendo más desagradable, el problema se va posponiendo, siguiendo el guión del informe. Es cierto que, en el panorama general, el problema es insignificante. Pero no lo es para los habitantes de la Isla; no lo es para los responsables de la gestión pública. Quizá se reserven estos para cuando la situación desemboque en una crisis. Hacen mal, porque si llega ese momento faltarán los recursos para abordarla. El mal ya estará hecho, y el remedio quedará fuera de nuestro alcance.