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Manual de supervivencia de fin de curso

Foto: Josep Bagur Gomila

| Menorca |

Soy profesor de lengua castellana y literatura en Secundaria. Este curso he tenido ciento cincuenta adolescentes que parecen sacados de especies distintas. Pero todos tienen algo en común: están aprendiendo quiénes son. Y a veces, mientras lo hacen, nos arrastran a los adultos a esa misma pregunta incómoda. He aprendido muchas cosas este año. Algunas me han costado la paciencia; otras, el alma. Y todas me han recordado que enseñar no es tanto dirigir como resistir. No tanto iluminar como acompañar mientras ellos encuentran el interruptor.

Pensamos que la adolescencia es una etapa. No lo es. Es un terremoto lento, de esos que no hacen ruido pero te tambalean el aula sin que lo notes. No hacen nada… pero lo remueven todo. Llegan, se sientan, abren el cuaderno —a veces— y de pronto hay una discusión sobre política, un ataque de risa o una revelación existencial («yo no creo en la puntuación, profe»).

Una de mis lecciones favoritas ha sido esta: no escuchan, pero lo oyen todo. Dices «hay deberes» y nadie reacciona. Dices «esto entra en examen» y todos giran la cabeza al unísono como si fueras el oráculo de Delfos. Viven en su mundo, pero siempre tienen un pie en el nuestro.
1º de ESO es pura comedia física. Cuerpos en plena mutación que se caen de la silla sin motivo aparente. Tropiezan con su mochila, se enredan con los verbos. Viven con intensidad la gramática como si les doliera. Son adorables, a veces insoportables, siempre imprevisibles.
3º de ESO, en cambio, es una zona intermedia entre el infantilismo y la autosuficiencia mal entendida. Te dicen frases como «esto no me representa como persona» cuando les corriges un análisis sintáctico. Pero luego te cuentan que han empezado a leer un libro porque «el título molaba». Y ahí, por un momento, crees.

He tenido alumnos que no han hecho nada en todo el curso… y aun así me han agotado. No interrumpen. No protestan. Pero están. Y con eso basta para ralentizar el ritmo como una conexión wifi-mala. No bloquean, pero tampoco cargan. También he tenido alumnos invisibles que han salvado la clase sin decir una palabra. Los que están ahí, que no hacen ruido, que no buscan brillar… y que te recuerdan por qué elegiste esta profesión.

He visto lágrimas auténticas por un 4. Y ni un pestañeo tras una falta de respeto. Las prioridades emocionales están desordenadas, pero no del todo. Hay una lógica que aún están construyendo. Y a veces, les ayudamos más cuando paramos la clase para hablar de eso, que cuando explicamos la subordinada adverbial.

El enemigo no es el móvil. El problema es que les resulta más interesante que nosotros. Si fuéramos tan adictivos como TikTok, seríamos dioses. O al menos trending topic. Un 7 en lengua no dice tanto como una disculpa sincera. Y no aparece en el boletín, pero cambia la atmósfera del aula. También he aprendido que un alumno puede suspender y, sin embargo, haberte escuchado. Porque no todo lo que aprenden es evaluable. Y no todo lo que enseñamos tiene rúbrica. Este año alguien me dijo: «Profe, este libro me ha molado». No era Galdós. No era Borges. Era algo. Y ese «algo» era un milagro.

Y sí: yo también he fracasado. En actividades que no funcionaron, en dinámicas que no cuajaron, en intentos de conectar que no llegaron a puerto. Pero lo hice con elegancia. Y con fe. Porque enseñar no es que te sigan. Es caminar, aunque a veces no mires atrás.
Fin de curso. No hay fuegos artificiales. Pero queda la sensación de haber sembrado algo que, quizá, dentro de unos años, dé fruto en otra parte. En una conversación. En una disculpa. En una lectura inesperada. Y con eso, basta.

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