Ramón Tamames, impertérrito, lanzaba elogios al imperio español y a Hernán Cortés y, emulando a una soflama marxista, gritaba: «¡Hispanos del mundo, uníos!». Un varón de 22 años defendía la supresión de los impuestos. Otro, la des-dotación de recursos a la sanidad. Algunos otros abogaban por la reducción mínima del Estado. Todo para el mercado. Todo esto, y más, en un foro económico en Madrid en el que el cartel de ponentes centrales eran Esperanza Aguirre, Javier Milei, Iker Jiménez y Albert Rivera. Lo mejor de cada casa. Y con el prontuario de Hayek bajo el brazo: frases grandilocuentes, como las que se recogen en el «Camino de servidumbre» del austríaco, un libro publicado en 1944 como respuesta a la «Teoría General» de Keynes. Pero con un contenido vacío, solo especificado en eso que ya forma parte de la base programática de todas las derechas, independientemente de dónde sean: menos impuestos, menos servicios públicos, menos Estado en definitiva.
Estamos ante una nueva etapa económica, que descansa en una radicalización de los preceptos económicos a aplicar. Una fase en la que trata de avanzar una autocracia que se opone a los sistemas democráticos: el dictador, el tirano, como exponente y guía a seguir. Sin cortapisas burocráticas, sin controles de organismos, sin rendición de cuentas. Y con la apropiación de un lenguaje que proviene, en muchos casos, de lo que podríamos denominar ‘vieja izquierda’, con la pátina de un neopopulismo: la invocación al «pueblo», y las promesas de solventar los problemas difíciles con soluciones expeditivas y relativamente sencillas. Solo se trataría de la voluntad y de una capacidad única, sin barreras, para actuar.
Esto, en parte, permite entender que zonas vulnerables y con mayoría de clase trabajadora, hayan votado opciones de ultraderecha –Francia, Italia, Portugal, España– o se haya aupado a Trump a la Casa Blanca. Un caldo populista que rompe con las dinámicas de clases sociales, y que enfatiza un nacionalismo exacerbado y excluyente: el enemigo es el inmigrante, que ocupa empleos, consume servicios sanitarios, sociales y educativos e impone su cultura. La porosidad social está servida, de manera transversal: se compra ese relato sencillo que contribuye a explicar las dificultades existentes –desindustrialización, precariedad, acceso a la vivienda, etc–.
Esta versión del capitalismo, sin embargo, permite ver el rostro de estos magnates, sin grandes velos de separación: multimillonarios que promueven esa reducción de los servicios públicos, que alientan la contracción del Estado, que promueven la desfiguración de la teoría del esfuerzo vinculada a un darwinismo económico y social. Con contradicciones flagrantes: muchos de esos próceres esperan los contratos que las administraciones pueden proporcionarles. Y reclaman la presencia de los gobiernos cuando pintan bastos en los mercados: esos que deben funcionar sin intromisiones, mientras todo vaya como una seda para sus empresas. Pero cuando va mal, ayudas y subvenciones son bien vistas. Se debería exigir que retornasen lo recibido, siguiendo sus mismas doctrinas: el funcionamiento de la oferta y la demanda.