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La hora del erizo

Recuerdos de un Jaleo

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Visité Menorca por primera vez en agosto de 1963. El Jaleo de las fiestas de Alayor (entonces se escribía así) es una imagen que no he olvidado, porque nunca había visto algo igual. Espectadores, jinetes y caballos, músicos, cabían todos en una placita, y los espectadores nos estrechábamos un poco cuando pasaba un jinete. Los jóvenes que provocaban a los caballos estaban, sí, un poco alegres, pero no recuerdo escenas de borrachera colectiva. No llamaba la atención la presencia de contingentes de las fuerzas del orden. No recuerdo que hubiera detenidos, y nadie hubo de ser asistido en el hospital. Los representantes de la Iglesia, autoridades seculares, señores y caixers ocupaban cada cual su lugar, y el cuadro era un vivo resumen de la sociedad rural menorquina.

Las recién terminadas festividades de Sant Joan están en extremo opuesto del espectro, y contrastan vivamente con mi recuerdo de Alaior. Los prolegómenos ya fueron sorprendentes: el Ayuntamiento de Ciutadella pidiendo una ayuda para sufragar la presencia de refuerzos policiales que garantizasen el orden público; la negativa del Consell; el recurso a un contingente de la Policía Nacional, cuyos miembros debían adelantar el pago de sus gastos y dietas por estar vacías las cajas policiales desde hacía semanas…todo eso recuerda a Villar del Río, el pueblo de «Bienvenido Mr. Marshall» más que a una ciudad como Ciutadella. Por otra parte, leo en el diario que, pese a la presencia policial reforzada, las festividades se han saldado con algún detenido y varios asistidos, con un único accidente grave. En cuanto al comportamiento, el director del diario escribe, con encomiable prudencia, que «los jóvenes dieron rienda suelta a su entusiasmo», una forma de decir que no se portaron tan bien como los caballos.   

El lector dirá que la sociedad que fundó las fiestas de Sant Joan y les dio sentido ya no existe. Tendrá razón, pero también es verdad que en una sociedad perviven mitos, símbolos y recuerdos cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, y que han sobrevivido a grandes cambios sociales; algunos de ellos son precisamente las festividades populares, que perviven pese a que su significado profundo esté oculto, quizá sólo momentáneamente, como esperando una ocasión para volver a hacerse presentes. ¿No podrían ser las fiestas de Sant Joan una de ellas? Y si no queremos ponernos trascendentales, ¿no podríamos, por lo menos, dedicarles un piadoso recuerdo?

Porque el destino natural de las fiestas multitudinarias es acabar siendo un lugar más de turismo de borrachera. No hay que olvidar que esa clase de diversión tiene muchos aficionados. Muchos desean «dar rienda suelta a su entusiasmo», es decir, hacer lo que les pida el cuerpo sin limitación alguna. No les importa mucho el lugar. Sabemos que el someterse de continuo al dictado de los instintos más primarios no es una buena regla de vida para nadie, y por consiguiente no estamos obligados a favorecer ese tipo de conductas en nombre de una pretendida libertad. Por el contrario: es obligación de ciudadanos y autoridades hacer lo que esté en su mano para combatirlo, porque esa clase de turismo no aporta nada bueno -y si lo hace es para muy pocos- y perjudica seriamente a muchos. Hay que hacer lo posible para desanimarlo.

Lo sucedido en estas fiestas no es más que una ocasión más entre muchas de insistir en la necesidad de plantear la limitación del número de visitantes como una brújula que ha de orientar el desarrollo de la Isla y que ha de inspirar las grandes líneas de la orientación de las políticas públicas. Que se nos diga que se está estudiando es una tomadura de pelo. Otra cosa es que se nos diga cómo hay que hacerlo: eso no es nada fácil, y llevará tiempo.

Si no fuera por la basura de la masificación, esas fiestas y otras nos transportarían por un momento a otros tiempos, a una isla desde luego más pobre, pero con bienes hoy desaparecidos: el trato, la compañía, el contacto con la naturaleza, el ritmo de los días, nuestro lugar en la comunidad… podríamos desarrollar nuestra sociedad con sabiduría, conservando las cosas buenas del pasado y añadiendo las nuevas de hoy... que, sin duda, alguna habrá.

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