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La tuya y la mía

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Cuando alguien contempla un cuadro, ocurre una especie de encuentro silencioso entre dos mundos: el del artista que lo creó y el del espectador que lo observa. La pintura guarda la intención, la emoción y el universo interior del pintor, pero al llegar a los ojos de otro, esa obra se reinventa. El espectador le da vida nueva con su mirada, sus recuerdos, su sensibilidad, su cultura… como si el cuadro fuera un espejo que no refleja rostros, sino paisajes interiores. A veces vemos justo lo que el pintor quiso transmitir, y otras veces vemos algo completamente distinto, pero igual de válido. En ese sentido, la imaginación del artista se encuentra con la del espectador, y ese cruce crea algo irrepetible, único en cada mirada. A veces algo tan dispar que nunca pasó por la mente del creador. Creo que algo de esto le pasó a Miró en su primera exposición en Barcelona, que tuvo lugar en 1918, cuando tenía apenas 25 años, en las Galerías Dalmau. Fue un momento clave en su vida artística… pero no precisamente un éxito rotundo. La muestra incluía obras influenciadas por el fauvismo, el cubismo y el posimpresionismo, con paisajes de Mont-roig y retratos de trazo expresivo. Sin embargo, el público y la crítica no supieron cómo recibir aquel estilo tan personal y moderno. La exposición fue un fracaso comercial: no vendió ni un solo cuadro. Para un joven artista que aún no había salido de Cataluña, fue un golpe duro. Entonces Miró se refugió en su pintura y en su tierra, siguió explorando su lenguaje artístico. Dos años después, en 1920, viajó por primera vez a París, donde su obra empezó a encontrar eco entre los círculos de vanguardia. Se trataba del preludio de una de las voces más originales del arte del siglo XX.

Una vez, en Barcelona precisamente, se me acercó una mujer en la galería Subex, donde entre las obras que allí exponía había un cuadro con una mujer sentada y la cabeza bajo el brazo, sin violencia, como si fuera la cabeza de un maniquí de quita y pon. Yo quería expresar que a veces la cabeza es más un adorno que otra cosa, que no la usamos como podríamos. No se me había ocurrido vejar a la mujer, pero aquella señora me puso verde. Ahí fue donde entendí que cada espectador proyecta su imaginación sobre la obra que contempla y ve algo distinto de lo que veía el creador. Es lo mismo que ocurre con la lectura, cuando uno ve una película sobre una novela que le ha entusiasmado, nunca se parecen los personajes a los que él había imaginado.

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