La losa del idealismo pesa sobre nuestro presente. Solemos considerar que ciertos conceptos gozan de la pureza propia de las abstracciones geométricas y matemáticas. La sombra de Platón es muy alargada y en nuestra modernidad tardía han prosperado sus aspectos más pitagóricos: rendimos culto al número. Y olvidamos el papel que el cuerpo tiene para el pensamiento.
Algunos ejemplos pueden ilustrar esto con claridad. Si nuestras matemáticas emplean diez dígitos, no es casual que tengamos diez dedos en nuestras manos. Tampoco es casual que nuestro día sume veinticuatro horas: cuatro dedos, tres falanges, dos manos. Los niños no usamos las manos para sumar por falta de recursos; las usamos porque es lo que tenemos a mano y nos resulta natural. Aún más revelador es reflexionar sobre el concepto de infinito. Elaboradísimos argumentos a favor de la existencia de Dios plantean que, siendo nosotros finitos, esta idea está en nuestra mente porque un ser infinito la puso en nosotros. Sin embargo, al mirarnos a los ojos, nuestras pupilas se reflejan, como dos espejos enfrentados, hasta el infinito.
Quizá, el vértigo fascinante de lo infinito no se reveló cuando nuestra mirada se puso en el cielo estrellado. Quizá, tampoco se reveló en la mirada hacia lo interno, donde podemos encontrar mimbres para, aunque sea tímidamente, discernir entre el bien o el mal. Quizá lo infinito se reveló en una mirada de vuelta. Una mirada sostenida. Cuando nos miramos a los ojos, la pupila refleja la pupila.
Hoy nos enfrentamos a proyectos que se construyen diametralmente opuestos a esa radicalidad, en el sentido de esa raíz, que hay en nuestro cuerpo para el pensamiento. Chips, cascos, y demás ingenios cibernéticos que pretenden aislar la mente del cuerpo. El cuerpo no es vehículo. De la misma manera que las ramas que acogen las hojas de un árbol no son solo su soporte, el cuerpo no sostiene nuestra mente: la hace posible, la nutre, la hace florecer. Buscamos en la pureza de mundos digitales, como la última vuelta de tuerca de la metafísica del dominio de poder propio de la técnica moderna, espacios infinitos donde expandir nuestros proyectos. Sin embargo, quizá lo infinito se revela al mirarnos con el suficiente tiempo.
Quizá puedan perdonarme la ingenuidad. Pero me pregunto qué ocurriría si en esos esperpénticos, calculados y espantosamente realistas encuentros, donde deciden que la guerra prosiga, dedicaran tiempo a mirarse a la cara. Me pregunto si esas personas han olvidado mirar a los ojos. Cara a cara. En silencio. Y con el tiempo suficiente para reconocerse, multiplicado hasta el infinito, en el otro. Con la suficiente paciencia, la suficiente ternura, con la suficiente razón encarnada. Con la atención en la carne amante de la luz que son nuestros ojos y que nos recuerdan que Dios es amor. Y el amor es Dios. Nuestra razón y nuestra sofia son carne. Y si pueden perdonarme la ingenuidad, concluiré que las razones que sostienen los conflictos bélicos que hoy nos alarman se basan en haber perdido la capacidad de mirarnos, cara a cara, sin dejar que esta se nos caiga de vergüenza. Sosteniéndonos la mirada.